LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL COMBATE CRISTIANO R.P. MIGUEL ÁNGEL COMANDI Pbro.
EPÍLOGO
El desierto es bello –añadió el principito–. Era verdad; siempre me ha gustado el desierto. Puede uno sentarse en una duna, nada se ve, nada se oye y, sin embargo, algo resplandece en el silencio… –Lo que más embellece al desierto –dijo el principito– es el pozo que oculta en algún sitio… (Saint-Exupéry)
Como a la esposa amada y pecadora en la profecía de Oseas que más atrás hemos citado, así quiere Dios también llevarnos al desierto y hablarnos al corazón: “Por eso Yo voy a seducirla, la llevaré al desierto y le hablaré al corazón” (Os 2,16).
Estamos en el desierto, hemos sido conducidos allí por el Espíritu Santo, y Dios quiere abrirnos los ojos y disponer el corazón. Quiere habitar en las honduras del alma y que su Palabra llegue hasta la raíz misma de nuestra existencia. Oseas emplea el vocabulario del amor, el lenguaje misterioso y sugestivo del vínculo esponsal entre Dios y el alma cristiana. Pero no nos envía simplemente al desierto, sino que nos conduce. Y lo hace abriendo el camino, lo hace yendo primero, como primero se ha sumergido en la profundidad de las aguas para dar muerte allí a nuestros pecados. Y yendo Nuestro Señor al desierto se convierte en punto focal, en centro absoluto de convergencia. Lo seguimos atraídos por la fuerza del Amor, como Jesús mismo lo anunciara al referirse al Calvario: “Y yo cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí” (Jn 12,32). Porque así se cumple el anuncio antiguo de salvación:
“Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna” (Jn 3,14-15; cfr. Núm 21,4-9).
En medio del desierto, en el ámbito de la desolación, Israel se enfrentaba a la muerte; las serpientes abrasadoras causaban estragos, pero Dios convirtió aquél signo fatídico en signo de Vida. Israel debía elevar la mirada, levantar sus ojos pecadores hacia el signo de Moisés, para contemplar allí una Realidad mucho más honda y recibir de Dios la salvación, “el que a ella se volvía, se salvaba, no por lo que contemplaba, sino por ti, Salvador de todos.” (Sab 16,7). Esa trascendencia es de máximo relieve, sobre todo, porque mira hacia Cristo.
Se conjuga así, en el Desierto, la Vida y la Muerte, el Antiguo y el Nuevo Testamento, la persecución a los hijos de Dios, las agresiones y las tentaciones, el dolor y el gozo, el odio del mundo y el Amor de Dios.
El Señor, al conducirnos por el desierto, por las soledades de este mundo, quiere que lo descubramos a Él, quiere que florezca nuevamente el amor primero (Ap 2,4). Es verdad que nos da a conocer a nuestro Enemigo, pero lo hace porque nos ama. Por eso, en el desierto, Dios tiene la primacía total, Él es quien debe atraer nuestra mirada, nuestra atención, nuestra dedicación, nuestro amor. Y porque es así, combatimos al Demonio, al Pecado, al Mundo que rechaza al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Evocando el párrafo que transcribimos de Saint-Exupéry, Dios es ese pozo oculto que da sentido al desierto. Él es la belleza del desierto. Él es el Agua que sacia nuestra sed de eternidad. No siempre vemos más allá de la desolación, no siempre escuchamos más que el silencio. Pero siempre está allí, no algo sino Alguien que resplandece, cuya Presencia da sentido a todas las cosas.
La soledad del desierto despeja las distracciones, nos concentra en lo fundamental. Y por eso Dios, allí, nos habla al corazón al mismo tiempo que hace callar al Enemigo con la fuerza poderosa de su Palabra. No se pronuncian muchas palabras, no escuchamos grandes discursos, ni prolongadas disertaciones. Sólo pocas frases, pero esenciales, imprescindibles. Y también ello se funda en la lógica del amor. Algo similar, como no podía ser de otra manera, sucederá en el Calvario, con aquellas pocas palabras, aquellas frases tan breves y tan hondas. Y de esa admirable convergencia de Palabra y Silencio, brota una elocuencia inaudita, tal como sucede en los diálogos del Amado con aquél que ama. Hay mutuas comprensiones, recíprocas inteligencias, secretas armonías en las que se va descubriendo, poco a poco, la maravilla, la prodigiosa hermosura de los caminos de Dios.
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