LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL COMBATE CRISTIANO R.P. MIGUEL ÁNGEL COMANDI Pbro.
Capítulo Tercero
EL DESCENSO DIVINO EN EL JORDÁN
El fondo del mar quedó a la vista, los cimientos del orbe aparecieron, ante tu imprecación, Señor, al resollar el aliento en tus narices. (Sal 18,16)
Al principio de los tiempos, mientras la oscuridad rodeaba los abismos y densas tinieblas parecían impenetrables, el Espíritu de Dios sobrevolaba por encima de las aguas. Y la Palabra de Dios era pronunciada con máxima eficacia para que la Luz comience a brillar sobre el mundo. El agua, el Espíritu, la Palabra, la Luz y la Vida, Dios y el mundo, las tinieblas separadas de la Luz, todo ello constituye un espectáculo impactante donde podemos descubrir un misterioso y primer signo bautismal. La incisiva conjunción de elementos capitales y de tanta densidad teológica, ya nos habla de lo que sucedería siglos más tarde: la Nueva Creación, la salvífica inmersión de Cristo, el Verbo hecho carne, en las aguas del Jordán, descendiendo en el que “desciende”, tal como el mismo nombre del río lo indica.
Israel va al desierto, pero atravesando por las aguas del Mar, luego de celebrar la Pascua, descendiendo para ascender hacia la Tierra de la Promesa. La dimensión bautismal de estos acontecimientos no puede y no debe soslayarse. Y tampoco podemos eludir lo significativo de que Jesucristo baje a lo profundo de las aguas, recibiendo el Bautismo de Juan, antes de encaminarse al desierto. Se trata de un hecho de singular magnitud. Porque el Bautismo que administraba Juan era de conversión, para que Israel se dispusiera a recibir al Mesías, para que, arrepintiéndose de sus delitos, diera lugar allí al Salvador.
Y es el propio Jesucristo quien se somete a tal signo. Juan es el primero que advierte lo que parece incompatible con la condición mesiánica del Señor y se resiste a bautizarlo.
“Entonces aparece Jesús, que viene de Galilea al Jordán donde se encontraba Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan trataba de impedírselo diciendo: Soy yo el que necesita ser bautizado por ti, ¿y tú vienes a mí? Jesús le respondió: Déjame ahora, pues conviene que así cumplamos [plerosai] toda justicia. Entonces lo dejó.” (Mt 3,13-15)
Todo el Antiguo Testamento se admira en la admiración de Juan, que lo representa. Las profecías hablaron de Cristo y de sus misterios, delinearon lo que sucedería siglos después con la Encarnación del Verbo. Vislumbraron el acontecimiento más admirable de la historia y entrevieron su significado. Pero la realidad superaba lo que las figuras sólo imperfectamente podían dibujar. El Antiguo Testamento necesita de Cristo, necesita ser sumergido en Él y sólo así cobra sentido. Pero Jesucristo, a su vez, quiere sumergirse en las profecías antiguas, en la Ley de Moisés, en los justos que lo precedieron. “Novum in Vetere latet et in Novo Vetus patet” decía San Agustín con su proverbial sabiduría.[1] Cristo está latente, está sumergido, oculto en la Revelación Antigua. Debía llegar el Tiempo, la plenitud del Tiempo, para que emerja de aquellas profundidades, para que también todo lo antiguo brille con su Luz y viva con su Vida. Más precisamente, ese emerger es el que constituye la Plenitud del Tiempo, esa salida de la oscuridad que en el Antiguo Testamento lo envuelve, hace que la historia alcance su punto culminante.
La respuesta de Jesús hace referencia al misterio del plan divino de salvación. Es necesario que eso suceda, que descienda a la profundidad del mar. Él no lo necesita, pero nosotros sí que necesitamos ser rescatados de esas honduras. Es necesario “cumplir toda justicia”, porque la justicia significa la vida conforme a la voluntad de Dios. Y Jesucristo no ha venido sino para cumplir esa voluntad, agradando al Padre en todo, para la Redención del mundo. Ese “cumplir” no es un mero hacer lo que se manda, sino llevar a plenitud el Plan de Salvación, las figuras antiguas, los anuncios de los profetas que hablaron bajo la inspiración de Dios.
El signo bautismal es un signo mortal, es la Pasión misma, hasta la muerte. Pero también, como en la Pasión, no termina todo en la muerte. Jesús asciende desde aquellas profundidades abismales y así nos hace ascender con Él, purificados, justificados, agradables al Padre, semejantes a Él, hijos de Dios en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, sumergidos en la Trinidad, viviendo en la Trinidad.
Tiempo después, los Apóstoles también se resistirán a que Jesucristo atraviese por el sufrimiento: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!” (Mt 16,22) le dice Pedro con énfasis luego de que el Señor anunciara su Pasión, Muerte y Resurrección. Todavía no habían comprendido lo que Isaías afirmó siglos atrás:
“Él ha sido herido por nuestras rebeldías, molido por nuestras culpas. Él soportó el castigo que nos trae la paz, y con sus heridas hemos sido curados.” (Is 53,5).
No obstante, ya confirmado en la Fe, Pedro se acordará de aquello y comprenderá lo que había dicho el profeta, citándolo en su Primera Carta para referirse a la Pasión de Cristo “con cuyas heridas habéis sido curados.” (1 Pe 2,24).
Pero uno de los momentos cruciales del Bautismo del Señor, y con una especial relación al acontecimiento del desierto, es la Voz del Padre, en la poderosa epifanía trinitaria que allí tiene lugar: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco” (Mt 3,17). Quien va al desierto es el Hijo de Dios. En el desierto, el Enemigo usará esos mismos términos, de modo condicional: “Si eres hijo de Dios” (Mt 4,3.6). Es cierto que Jesucristo no recibe la condición filial en el Bautismo, sino que es Hijo, por naturaleza, desde toda la eternidad. Pero en la escena bautismal se manifiesta para nosotros, de una manera muy solemne, al escuchar el testimonio del Padre y descender sobre Él el Espíritu Santo.
Al recibir el Bautismo, participamos de esa condición filial, de la que carecíamos desde el inicio mismo de nuestra existencia. Y por ser hijos, también somos guiados por el Espíritu al Desierto, para iniciar el combate que nos aguarda. El Bautismo nos introduce en el desierto, aclara y hace objetiva nuestra mirada sobre el mundo. Nos libra de espejismos y neblinas, situándonos ante lo fundamental. Hace de nosotros los “amados de Dios”, aquellos en los que el Padre encuentra su complacencia. Porque el Bautismo es gracia filial, y también es luz. Como afirmábamos recién, somos introducidos (“bautizados”, “sumergidos”) en el Misterio de la Santísima Trinidad, en cuyo Nombre recibimos el Sacramento. Somos iluminados para ver todas las cosas desde Dios y ordenarlas hacia Dios. El Bautismo contiene esta tensión, esta dirección esencial hacia el desierto. Es la dirección de Israel, luego del paso del Mar Rojo: ir hacia el desierto. Y por lo mismo, en razón de su fundamental dinamismo salvífico, contiene el germen de Vida Eterna: cuando Israel atraviesa el Jordán ingresa en la Tierra Santa. El Bautismo cristiano se ordena a la Patria Celestial, pero a través del desierto del mundo.
El Bautismo de Cristo es un Bautismo sacrificial. Toma contacto con el poder de la Muerte. Y el texto bíblico dirige de inmediato nuestra mirada hacia la Pasión, mediante la Transfiguración. Es allí, en la cima del monte donde Jesucristo muestra el resplandor de su gloria, donde vuelve a escucharse la Voz del Padre y la Presencia del Espíritu Santo. Y es allí donde todo el Antiguo Testamento se dirige a Cristo hablando de la Pasión:
“y he aquí que conversaban con él dos hombres, que eran Moisés y Elías; los cuales aparecían en gloria, y hablaban de su partida [exodon], que iba a cumplir [pleroun] en Jerusalén.” (Lc 9,30-31).
El “éxodo” de Jesucristo es su salida de este mundo, es la plenitud del éxodo antiguo de Israel. El “cumplirse”, que reaparece también aquí, no es solamente el término de algo, sino la plenitud de aquello que se ha iniciado y que llega a su punto más perfecto, como señalamos en el texto del Bautismo. No debemos olvidar una dimensión esencial del éxodo israelita, que suele en ocasiones pasar inadvertida a pesar de la importancia que tiene: Israel sale de Egipto para rendir culto a Dios en el desierto. Aparece primero en la vocación de Moisés, cuando Dios le dice en el Horeb: “Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte” (Ex 3,12) y más tarde –varias veces– en las palabras de Moisés al Faraón, repitiéndole el mandato de Dios: “Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte” (Ex 7,16). El Bautismo (Pascua, Éxodo) introduce al culto, remite al sacrificio en el desierto de este mundo.
Vemos en el diálogo entre Jesús y el Bautista, el mismo verbo referido a la plenitud: era necesario cumplir con toda justicia. El Hijo de Dios ha venido para “cumplir”, para llevar a plena realización el plan divino en la historia de los hombres. Y así el Éxodo de Cristo es plenitud del antiguo y plenitud de todas las cosas. Ese éxodo es, por lo tanto, un Bautismo, como lo señala San Lucas, con un verbo diferente, pero expresando también esa idea de plenitud, de finalidad.
“Con un bautismo tengo que ser bautizado y qué angustiado estoy hasta que se cumpla [telesthe]” (Lc 12,50).
Y ciertamente se cumplirá en la Pasión, cuando Jesús diga desde lo alto de la Cruz, “todo está cumplido” que, en el texto griego, es una sola palabra: “tetelestai” (Jn 19,30). El mundo entero, la creación completa está presente en esta palabra definitiva. La creación antigua, herida por el pecado, encuentra aquí el punto crucial de su restauración, hasta que ese triunfo de Cristo se manifieste con toda su gloria al final de los Tiempos. Los Apóstoles, participarán también del mismo bautismo sacrificial, del mismo éxodo:
“La copa que yo voy a beber, sí la beberéis y también seréis bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado” (Mc 10,39).
Lamentablemente, el concepto de “cumplir” ha sido despojado en nuestro lenguaje, de ese aspecto bíblico esencial, la Caridad. Se ha reducido, recortando su significación, a lo meramente legal, como también sucede con la “obediencia”. En Cristo, cumplir y obedecer, es una realidad superior a la Ley, es precisamente su plenitud, lo que le da sentido. Así, el descenso de Cristo al Jordán, o su ida al Desierto, son actos de obediencia y de cumplimiento y, por eso mismo, lo son de Amor.
De esta manera, el Bautismo de Cristo parece encerrar, aunque veladamente, lo más esencial del Misterio de la Redención, que a lo largo de su vida se irá explicitando y desplegando hasta el momento culminante de la Pasión y, finalmente, en la gloria de su Segunda Venida. El Bautismo es combate, es muerte y vida, enfrentamiento y paz, oscuridad y gloria. El de Cristo. Y también el nuestro, que de Él proviene. Porque con Él nos dirigimos a las profundidades, a nuestras profundidades de muerte y con Él, y sólo gracias a Él, podemos emerger a la Luz y a la Vida:
“Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva.” (Rom 6,4)
Aunque el Bautismo del Señor y su ida al Desierto parecen acontecimientos diferentes por completo, están esencial y profundamente ligados. En ambos casos el Señor llega a regiones donde la muerte domina, donde el Pecado asedia y parece triunfar, o más bien, donde el Pecado y la Muerte se habituaron a triunfar. La profundidad del Mar y la soledad del Desierto son ámbitos no simplemente físicos, sino teológicos, son regiones espirituales, de guerra espiritual. Y sólo Jesucristo resulta allí realmente victorioso. Y sólo asociados a Él, su Victoria es también la nuestra. Los enemigos del Pueblo de Dios fueron aniquilados en las profundidades del Mar Rojo y quedaron allí como testimonio, mudo pero elocuente, de lo que significa perseguir a los hijos de Dios. Y así como sucediera con los egipcios, el profeta Miqueas lo dice de los pecados, como un signo salvífico de parte de Dios:
“Tú arrojarás al fondo del mar todos nuestros pecados” (Miqueas 7,19).
En el Nuevo Testamento, Jesucristo no simplemente arroja los pecados de la humanidad, sino que los carga sobre sí y desciende Él a aquellos abismos para aniquilarlos. Porque los sacrificios de la Antigua Alianza eran ineficaces: “pues es imposible que sangre de toros y machos cabríos borre pecados.” (Heb 10,4). En cambio, Jesucristo, al asumir nuestra naturaleza humana, “penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna.” (Heb 9,12).
Y ese Misterio redentor está reflejado, con pluralidad de matices, en todos los acontecimientos de su vida. El Evangelio habla constantemente de Redención, de la Sangre de la nueva Alianza. El Bautismo del Señor tiene también, bajo su particular tonalidad, esa misma dirección. También lo tendrá su camino por el Desierto, recuperando una imagen muy antigua, del ritual de expiación, que sólo aquí se vuelve realmente efectiva:
“Así el macho cabrío llevará sobre sí todas las iniquidades de ellos, hacia una tierra árida; y soltará el macho cabrío en el desierto.” (Lev 16,22).
Aquél animal lleva los pecados de Israel al desierto, pero la expiación es imperfecta, es figura del Cordero de Dios, degollado pero de pie, el Cordero que, un día, Juan Bautista señaló con su dedo, porque todo el Antiguo Testamento ya lo señalaba a la distancia:
“He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).
El Mar, que representa muchas veces en la Sagrada Escritura el poder del Enemigo, incontenible y aparentemente imposible de vencer, es, no obstante, vencido por Cristo, derrotado por Él. Jesucristo, con su sola Palabra, calma la tempestad que amenazaba hundir la barca y llama todo al silencio. Camina también sobre las aguas, otro signo de victoria, al poner el pie sobre lo que representa el ámbito de los enemigos de Dios. En el libro del Génesis se anunciaba que la descendencia de la Mujer aplastaría la cabeza de la Serpiente. Es lo que hace Jesucristo, en primer lugar y también, con Él, su Madre Santísima. Poner el pie sobre la maldad, sobre el Pecado y la Muerte, poner el pie sobre el Demonio y sobre todos los enemigos de Dios.
“Porque debe él reinar hasta que ponga a todos sus enemigos bajo sus pies. El último enemigo en ser destruido será la Muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo sus pies.” (1 Cor 15,25-27)
Así pues, el camino de Cristo hacia el fondo inaccesible del Mar, es el camino de la Pasión, el sendero de la Cruz, la dirección inefable de su Misericordia. Porque sólo lo guía allí el Amor.
[1] “El Nuevo está latente en el Antiguo y en el Nuevo el Antiguo está patente”. S. Agustín, Cuestiones sobre el Heptateuco, II, 73.
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