LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL COMBATE CRISTIANO R.P. MIGUEL ÁNGEL COMANDI Pbro.
Capítulo cuarto
EL COMBATE CRISTIANO
Escucha, Israel; hoy vais a entablar combate con vuestros enemigos; no desmaye vuestro corazón, no tengáis miedo ni os turbéis, ni tembléis ante ellos, porque El Señor vuestro Dios marcha con vosotros para pelear en favor vuestro contra vuestros enemigos y salvaros (Dt 20,3-4)
Cuando contemplamos los horizontes aludidos, el Desierto y el Bautismo, no podemos desconocer una presencia hostil, que en ellos se revela. Son ámbitos donde se pone de manifiesto el verdadero Adversario, el auténtico Enemigo que es el Demonio. Y todo lo que el Demonio engendra, suscita y provoca. Y por eso tales ámbitos también son importantes. Porque queda en evidencia lo que no siempre vemos, lo que con frecuencia podemos no tener en cuenta, perder de vista o minusvalorar: a un Enemigo que pretende pasar inadvertido o disimulando su presencia y su nefasta obra o, por el contrario, mostrando de manera engañosa su poder y el verdadero alcance de su influjo.
La Palabra de Dios identifica con total claridad a nuestro Enemigo. San Pedro, por ejemplo, al exhortarnos acerca de la vigilancia propia del combate cristiano, lo señala certeramente:
“Sed sobrios y velad. Vuestro adversario, el Diablo, ronda como león rugiente, buscando a quién devorar.” (1 Pe 5,8).
La figura hostil del león rugiente es muy significativa. El Apóstol denuncia el máximo peligro, un peligro de muerte, de la peor de las muertes que es apartarse de Dios. Mediante aquella figura de la fiera salvaje, agresiva y mortal, Pedro nos muestra como es el Demonio, como actúa, como insiste y como acecha para apartarnos de Dios. Y ante esa acentuada hostilidad, el Príncipe de los Apóstoles nos exhorta a permanecer firmes, porque es posible resistir, no por las propias fuerzas sino por la gracia de Dios: “Resistidle, firmes en la Fe” (1 Pe 5,9). Pedro sabe de sus ataques. Los ha padecido y ha sucumbido a la tentación al negar a Cristo. Había sido derribado, había caído. Las Sombras había llenado su corazón, lo habían invadido en grado sumo. Pero la Fe, la Esperanza y la Caridad, definitivamente triunfaron. Cristo triunfó en Pedro. Cristo derrotó las oscuras fuerzas que allí habían hecho morada. Luego de recibir de un modo nuevo el llamado y la fuerza de Cristo, en la orilla del Mar, en Galilea, su Fe se mantendrá firme, indubitable, inconmovible. Y confirmará la Fe de la Iglesia, hasta el fin de los tiempos. Y derramará su sangre, y seguirá a Cristo hasta las últimas consecuencias. El corazón de Pedro se había convertido en un campo de batalla, el más arduo, el más violento, el más sangrante.
Desde el inicio, el Demonio intentó separar al hombre de su cercanía con Dios, tratando de mostrar que Dios no es bueno, sino un mal para el hombre, un impedimento para su plena realización. Alguien que pone límites, arbitrariamente, injustamente, que coarta libertades, que impide legítimos desarrollos. El Demonio es el gran enemigo de Dios –aunque ningún poder tiene contra Él– y el mayor enemigo de los hombres al pretender rebelarlos contra el Señor, cortando el vínculo salvífico de la Caridad. Desde el comienzo tienta a nuestros primeros Padres, y Eva, seducida por él, contempla con malos ojos aquel árbol primigenio que no debía tocarse ni comerse su fruto, porque la desobediencia al divino mandato acarrearía la Muerte. Y de esa manera, Adán y Eva, transgrediendo la orden de Dios, hicieron ingresar la Muerte en el mundo, convirtiendo la historia de los hombres en tragedia humanamente irremediable. Pero Satanás está de fondo, como Serpiente astuta, que muerde sin ser vista y que se oculta en las sombras malignas que siempre la circundan. Serpiente que también se reviste de aparente luz y de falsa y seductora belleza. Y así la Escritura nos presenta las consecuencias de su seducción:
“Y como viese la mujer que el árbol era bueno para comer, agradable a la vista y deseable para lograr sabiduría, tomó de su fruto y comió, y dio también a su marido, que igualmente comió.” (Gn 3,6)
En esta frase está representada toda la tentación posible, todos los caminos en los que el hombre puede pervertirse. Como ya fue visto con claridad por los antiguos intérpretes y Padres de la Iglesia, maestros en el conocimiento y el amor a la Escritura, esta expresión del Génesis contiene substancialmente las mismas tentaciones de Cristo en el desierto. Eso es lo que el Enemigo desea: pervertir la integralidad del hombre, corporal y espiritualmente, corromper todas sus dimensiones, desviar sus potencialidades, pero siempre guardando las apariencias de verdad y de bien. Intenta que usemos mal de lo que es bueno. Los deseos de la carne, los deseos del alma y los anhelos espirituales más elevados. Que todo vaya cayendo, de a poco, sin ruido, sin estrépito. Que el hombre se pervierta, pero sin darse cuenta a tiempo de su perversión. En cada una de las tentaciones en el Desierto, tendremos oportunidad de contemplar cómo lo sucedido en el Génesis continúa vigente. Pero, a diferencia de Eva y de Adán, Cristo vence sobre el Tentador y nosotros vencemos en su propia victoria.
Así es como el Demonio quiere y logra que nuestros primeros Padres contemplen el Árbol del Paraíso. No se trata de una simple mentira, porque es verdad que aquel Árbol era así: bueno, agradable, deseable. Pero el hombre no podía alcanzar de él, por sí mismo, todos los bienes que ofrecía, sino que debía recibirlos de Dios. Por eso los Padres han visto en este árbol un signo de la Encarnación, cuyos infinitos beneficios no se conquistan por fuerza humana, no se arrebatan, sino que humildemente se reciben como gracia y por pura misericordia. El Enemigo seduce a Eva y envilece a Adán, para que ese fin bueno, que es la bienaventuranza, sea buscado al margen de Dios. Que no sea algo recibido, sino tomado por la propia mano, alcanzado por las solas fuerzas del hombre.
Lo sucedido en el Paraíso, al tomar Eva el fruto, comerlo y dar de comer a Adán, es lo diametralmente opuesto a la Eucaristía. Hay allí un banquete, no de humildad y luz, sino de soberbia y oscuridad. El “dar” [natan] como acción típicamente divina (“Ved que os he dado” [natatti]), parece haber sido apropiado por Eva, que “da” el fruto a nuestro Padre Adán (“y dio [wattitten] también a su marido”). Notemos el empleo del mismo verbo en ambos casos. Al comer el fruto se hacen uno en el Pecado, así como, en la Eucaristía, nos hacemos uno con Dios por la gracia. El alimento establece un vínculo esencial con quien lo da, ya sea para Muerte, ya para Vida Nueva. El Tentador se presenta como el que prepara el perverso banquete, e invita a participar de él, disponiendo todo para que, a partir de aquél fatídico hecho, la Muerte ingrese en el mundo. Y a lo largo de los siglos continuará ofreciendo la Muerte bajo las apariencias de la vida, la oscuridad como si fuera luz y la mentira como si fuera verdad. Así, el reproche de Jesucristo a los fariseos apunta a una causa más profunda y más remota que lo simplemente humano: la tenebrosa paternidad del Demonio, donde se advierte cómo continúa actuando, también mediante sus ministros.
“Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.” (Jn 8,44)
Pero la Escritura no sólo nos advierte sobre quién es y cómo actúa el Demonio, sino que además nos alerta –como recién decíamos citando a San Pedro– acerca de una lucha, constante, mantenida a lo largo de los siglos. Porque es un Enemigo actuante, siempre vigente y siempre dispuesto en su agresividad contra los hijos de Dios. San Pablo señala y subraya este aspecto crucial de nuestra vida en el Espíritu:
“Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las acechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas.” (Ef 6,11-12)
Hay una lucha, verdadera e intensa, mucho más violenta que las guerras entre los hombres y las que enfrentan a las naciones. Más aún, esas guerras sangrientas no son sino reflejos de otro enfrentamiento más radical, en el orden del espíritu. Pero el combate cristiano es, prioritariamente, éste: contra el Demonio, contra los enemigos de Dios, contra el Pecado.
Santo Tomás nos muestra el origen y la motivación que, por parte del Enemigo, se encuentra en las raíces de este enfrentamiento:
“El combate procede de la malicia del demonio que, por envidia, trata de impedir el provecho de los hombres y, por soberbia, usurpa una semejanza del poder divino, sirviéndose de ministros determinados para combatir a los hombres”.[1]
Existe una voluntad angélica, tenazmente adherida al mal, a hacer el mal y a provocar al hombre para que también haga el mal. El Enemigo pretende impedir, como adversario que es, la plenitud del hombre que se halla en Dios. Obstaculiza el camino del bien, lo deforma, lo desdibuja.
Pero Santo Tomás señala también, en este magnífico texto, cómo la envidia es la causa de las agresiones del Demonio contra la humanidad. Hay en él un disgusto máximo por el Bien, una total aversión por la Verdad. No puede soportarlo, le resulta intolerable. Por eso, la sola presencia de Cristo lo pone en evidencia, lo provoca. En varias ocasiones –además de las Tentaciones en el Desierto– el Evangelio hace constar tal reacción de parte de los demonios, puesto que los poderes de las Sombras no soportan la Luz y combaten contra ella. En sus primeros versículos, el Evangelio de San Juan propone esta verdad, diciéndonos que “la Luz brilla en la Tiniebla, y la Tiniebla no la venció” (Jn 1,5). Nos encontramos ante una lucha al nivel más profundo de todos y, al mismo tiempo, con la victoria más radical de Dios sobre la Oscuridad. La victoria de Cristo, el Verbo de Dios, que es Luz, y que ha venido al mundo para derrotar a la Tiniebla, como también lo dice San Juan, en su Primera Carta:
“El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del Diablo.” (1 Jn 3,8).
O, según la Carta a los Hebreos, que alude a tal conflicto, con un particular énfasis en el poder de la Muerte, que se sigue del Pecado. Jesucristo ha venido al mundo “para aniquilar mediante la muerte al señor de la muerte, es decir, al Diablo” (Heb 2,14).
Para nosotros, el combate nos parece excesivo, demasiado desproporcionado en relación con nuestras posibilidades. El Enemigo se nos presenta desplegando un poder muy superior a las fuerzas de los hombres. Santo Tomás, advirtiendo también esta grave circunstancia y leyendo en profundidad la Escritura, nos consuela y nos alienta con su magistral palabra:
“Para que no haya desigualdad en la lucha, el hombre es confortado principalmente con el auxilio de la gracia de Dios y secundariamente con la guarda de los ángeles. Viene a este propósito lo que decía Eliseo en 2 Rey 6,16: No temas, porque más son los que están con nosotros que los que están con ellos.”[2]
Dos grandes auxilios divinos vienen en nuestra ayuda: la gracia y la protección de los ángeles buenos. Así reconfortaba el profeta Eliseo a su servidor, abriendo ante sus ojos un horizonte invisible pero muy real, porque la victoria es de Dios y de quienes permanecen unidos a Él.
El mal se presenta como una fuerza indestructible, pero es, en realidad, efímera; como un poder invencible, cuando es, definitivamente, endeble y fugaz. Sólo la Fe nos muestra las verdaderas dimensiones del mal, que son dimensiones reales, que causan un efecto devastador en el mundo, tal como la misma Palabra de Dios lo enseña. Pero también la Palabra de Dios nos muestra el fin de todas las cosas, el triunfo eterno del Dios eterno. Ni la Oscuridad ni la Muerte, ni el Pecado ni el Demonio resultarán victoriosos. No obstante, esa derrota definitiva no hace menos riguroso el combate presente, hasta que los siglos lleguen a su punto culminante. Porque el combate es duro y sangriento, aunque no siempre la sangre derramada sea visible. Es doloroso, pero al mismo tiempo de admirable y misteriosa belleza, como lo señalaba San Pablo al final de sus días, escribiéndole a Timoteo: “He combatido en el noble [kalon] combate, he llegado a la meta en la carrera, he conservado la fe.” (2 Tim 4,7).
Aquí hay un acento en la nobleza, en la bondad, en la belleza del combate. No es sólo lucha o competición, no es simplemente guerra u hostilidad, es, sobre todo, la hermosura de la gracia y el esplendor de los ángeles, es el gozo de nosotros como hijos de Dios, a semejanza del Hijo que ha tomado nuestra carne y nuestra sangre como suyas. Todo esto está como encerrado en el magnífico adjetivo (kalós) que Pablo incrusta en su testamento espiritual como una piedra preciosa de singular brillo y misterio.
En el Antiguo Testamento se abría ante el Pueblo de Dios el horizonte de la Tierra de la Promesa, una tierra humanamente imposible de conquistar. La idolatría y las perversiones paganas eran signos de aquella Presencia oscura de Satanás sobre una tierra sumergida en sombras muy densas, en impenetrables tinieblas. Sin embargo, Dios enseña y conforta a su Pueblo, a Moisés y a Josué, y a los justos que esperaban en el triunfo del Señor de los Ejércitos:
“Acaso digas en tu corazón: Esas naciones son más numerosas que yo; ¿cómo voy a poder desalojarlas? Pero no las temas: acuérdate bien de lo que El Señor tu Dios hizo con Faraón y con todo Egipto, de las grandes pruebas que tus ojos vieron, las señales y prodigios, la mano fuerte y el tenso brazo con que El Señor tu Dios te sacó. Lo mismo hará El Señor tu Dios con todos los pueblos a los que temes.” (Dt 7,17-19)
Aquel temor visceral ante la magnitud de males tan grandes y tan extensos, debía revertirse, debía cambiarse en una esperanza no fundada en posibilidades humanas, sino en la misericordia de Dios. Porque Él es quien combate por Israel.
“No los temáis, porque el mismo Señor vuestro Dios combate por vosotros.” (Dt 3,22).
Y por ello, la Iglesia en este mundo es militante, mantiene un combate constante contra el poder del Demonio, contra los enemigos de Dios y de nuestra salvación. Aspecto no siempre tenido en cuenta, no siempre adecuadamente valorado. Tiene tanta importancia que resuena incluso por encima de la historia. Porque la Iglesia en el purgatorio es la Iglesia de Cristo que se purifica definitivamente de las heridas, de las debilidades experimentadas durante el combate sostenido en este mundo. Y si a la Iglesia triunfante del Cielo se la puede llamar así, “triunfante”, es porque ha obtenido una Victoria. Y no hay victoria sin un combate. Hay así una misteriosa resonancia de la lucha cristiana en el curso de la historia que incide en la eternidad, fuera del tiempo. No es casual que Cristo, después de resucitar, conserve algunas de las señales más significativas de la Pasión, porque se refieren a la Cruz donde nos ha salvado y redundan así en su mayor gloria.
Dos grandes peligros nos acechan entonces en este mundo: desconocer al Enemigo verdadero y perder de vista que el cristiano, por ser cristiano, se encuentra implicado en un combate durante toda la vida. Y precisamente ambos aspectos serán puestos en evidencia por Jesús cuando transcurra aquellos cuarenta días en el Desierto. Y ese acontecimiento ilumina, con particular intensidad, el resto de su vida, bajo la permanente hostilidad de los enemigos de Dios, bajo la constante agresión del Enemigo de la Redención.
[1] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, Q. 114, art. 1.
[2] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, Q. 114, art. 1, ad 2.
Sitios del P. Miguel Angel Comandi
Facebook: https://www.facebook.com/miguelangelcomandi
Youtube: https://www.youtube.com/c/padremiguelangelcomandi