LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL COMBATE CRISTIANO R.P. MIGUEL ÁNGEL COMANDI Pbro.
Capítulo Quinto
PANES Y PIEDRAS
Y acercándose el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes. Mas él respondió: Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios (Mt 4,3-4)
Los días van transcurriendo en el desierto. Jesucristo está allí, conducido por el Espíritu Santo, como Hijo de Dios, como Salvador de la humanidad, como guerrero implacable, en medio de la desolación, aguardando al Enemigo o, más bien, suscitando con su Presencia la manifestación del Tentador. Porque Jesucristo nada dice, simplemente está allí, en el perfecto ayuno cuaresmal, sin probar alimento alguno, aunque su alimento es cumplir la voluntad del Padre. Ese es el alimento que lo sostiene, que lo mantiene firme en aquellas soledades, el alimento desconocido del que hablará un día a sus discípulos en las proximidades de Samaría:
“Yo tengo para comer un alimento que vosotros no conocéis […] Les dice Jesús: Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra.” (Jn 4,32.34)
El ayuno de Cristo no tiene un mero carácter penitencial, no es simple expresión piadosa ni ejercicio ordenado a templar el ánimo. Es importantísimo entender el sentido de ese ayuno, sin interpretaciones reductivas, evitando parcializar el significado. El ayuno de Cristo no es tanto privación de alimentos terrenos como magistral enseñanza de su apertura absoluta al Padre. Porque el alimento es lo que mantiene la vida, y es necesario que comprendamos que la vida la recibimos del Padre, en primer lugar. Que también nuestro alimento consiste en el mismo Dios, porque Él es nuestra Vida. Así lo afirma San Juan, hablándonos del Verbo, del Hijo de Dios:
“En Él estaba la vida y la vida era la luz de los hombres” (Jn 1,4)
Es lo que Israel debió comprender en el desierto, en su camino desde Egipto hasta la Tierra Santa. Es lo que siempre debió comprender, pero especialmente en esa etapa de prueba. Dios lo lleva al límite de las fuerzas, del hambre y la sed, de los peligros y las carencias. Pero Israel debía confiar, debía entregarse en manos de Dios que tan portentosamente lo había liberado de la esclavitud. Debía querer recibir la vida nueva que Dios le otorgaba. El ayuno de Israel en el desierto tenía ese carácter, esa dirección precisa. No fue mero ejercicio de voluntad; fue apertura hacia Dios, el Dios de quien dice el Salmo:
“Los ojos de todos fijos en ti, esperan que les des a su tiempo el alimento; abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente.” (Sal 145,15-16)
En cambio, Israel miró hacia Egipto, volvió la vista hacia atrás. Sus ojos no estuvieron en El Señor, ni su esperanza centrada en Aquél que los había salvado. Y así sus corazones miran hacia la tierra de la esclavitud, hacia los alimentos de este mundo:
“También los israelitas volvieron a sus llantos diciendo: ¿Quién nos dará carne para comer? ¡Cómo nos acordamos [zakarnu] del pescado que comíamos de balde en Egipto, y de los pepinos, melones, puerros, cebollas y ajos! En cambio, ahora tenemos el alma seca. No hay nada. Nuestros ojos no ven más que el maná.” (Num 11,4-6)
Notemos nuevamente aquí el verbo “acordarse”, que hemos destacado, con la importancia salvífica que suele expresar su concepto, como lo señalamos previamente. Israel “no se acuerda” de Dios; en cambio, “se acuerda” de Egipto. Israel rechaza al Señor, no lo tiene presente como objeto de esperanza, ni mucho menos de amor. Olvida la Alianza, olvida a los Padres, a Abraham, a Isaac, a Jacob. Deja de lado su vínculo con Dios, se resiste a su misericordia, rechaza su Vida. En otras palabras, quiere vivir solamente de pan, sólo de las cosas de la tierra. Y ser esclavo de las cosas de la tierra.
Y por eso Jesucristo ayuna. No porque considere que las cosas de este mundo sean malas, puesto que no lo son. Sino porque nos enseña lo que, en breve, hará explícito en su respuesta al Tentador: que no solamente de pan vive el hombre, sino de la Palabra de Dios. Afirmación que dice mucho más de lo que, en una primera lectura, podemos advertir. Afirmación que responde, con las palabras y con el gesto mismo del ayuno, al armónico plan de la Redención, puesto que el Pecado Original tuvo relación con ese Alimento, obtenido impíamente por las propias fuerzas, sin querer recibirlo de Dios. Mientras nuestros primeros Padres comieron del Fruto, Jesucristo se priva de alimento, porque lo recibe todo del Padre.
El Demonio aparece, atraído por una misteriosa Presencia que no alcanza a discernir del todo, pero que llama profundamente su atención. Aparece atraído por ese enigmático y al mismo tiempo tan significativo ayuno de cuarenta días, de aquel Hombre misterioso que no sucumbe, que permanece firme, que jamás vacila. Asechado por el hambre, que ciertamente experimenta, pero sin ser en ningún momento esclavo de creatura alguna.
“Y acercándose el tentador, le dijo: Si eres Hijo de Dios, di que estas piedras se conviertan en panes.” (Mt 4,3)
Jesucristo ha salido al desierto para poner en evidencia al Tentador; siempre es importante acentuar este rasgo esencial del acontecimiento, siempre debe ser tenido en cuenta. Y su sola Presencia hace que el Demonio se manifieste. Algo similar sucederá muchas veces a lo largo de la vida de Jesús, ya expresamente, ya sutil o veladamente; ya los demonios en persona, ya mediante los ministros que obran bajo su influjo. En los ataques de los fariseos, por ejemplo, se descubre ese trasfondo diabólico, al asediar todo el tiempo a Cristo, para apartarlo de su misión, para acusarlo, para desacreditarlo, para oponerlo a Moisés y, definitivamente, para darle muerte.
El Libro de la Sabiduría, al exponer la maldad que habita en el corazón de los impíos, ilumina muy bien estos pasajes evangélicos de la Tentación y, en gran medida, todo lo que sucede posteriormente.
“Tendamos lazos al justo, que nos fastidia, se enfrenta a nuestro modo de obrar, nos echa en cara faltas contra la Ley y nos culpa de faltas contra nuestra educación. Se gloría de tener el conocimiento de Dios y se llama a sí mismo hijo del Señor. Es un reproche de nuestros criterios, su sola presencia nos es insufrible, lleva una vida distinta de todas y sus caminos son extraños.” (Sab 2,12-15).
Queremos destacar en particular, en este texto admirable, que, para los malvados, la sola presencia del justo es molesta, aunque este no pronuncie palabra alguna. Su existencia, su vida, su proceder, sus caminos, ya son objeto de persecución, de rechazo, de absoluta hostilidad, de enemistad constante. Y si eso sucede con los justos, y sucedió de manera particularmente intensa con los profetas y con los enviados de Dios en el Antiguo Testamento, con mucha mayor razón debía suceder en el Nuevo, con respecto a Jesucristo, el Único Justo, en el sentido más pleno de la palabra.
Por eso es digno de notar que en el desierto la iniciativa parece ser siempre del Demonio, del Tentador. Y es verdad que hay iniciativa en el ataque a Cristo. Sin embargo, desde el punto mismo de inicio del episodio, Jesús va al desierto conducido por el Espíritu y en perfecta obediencia al Padre (y por ende la iniciativa es divina) para enfrentarse con el Demonio y enseñarnos así también a nosotros el modo en que debemos recorrer nuestro desierto, la manera en que nos compete resistir –como lo señalaba San Pedro– los ataques de ese león rugiente, siempre amenazante y presto a apartarnos de Dios.
No es casual, tampoco, que el motivo central por el que Cristo será condenado por el fariseísmo, sea su condición filial, tema que en el curso de las tentaciones tiene un fuerte y marcado relieve:
“No queremos apedrearte por ninguna obra buena, sino por una blasfemia y porque tú, siendo hombre, te haces a ti mismo Dios.” (Jn 10,33). “Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios.” (Jn 19,7).
Lo que fastidia a los fariseos no se reduce simple o exclusivamente a las obras. Es la Presencia divina lo que pone en evidencia toda la maldad contenida en sus corazones. Es el rechazo culpable al misterio de la Encarnación lo que suscita en ellos la exteriorización del mal. Y lo mismo sucede con el cristiano. No es perseguido solamente por lo que hace sino principalmente por lo que es. Y una de las líneas de acción del Demonio será convertir al cristiano en mera apariencia, sin realidad, sin profundidad. Que lo siga pareciendo sin serlo. Más adelante volveremos sobre esta misma idea.
El Tentador se acerca, se aproxima y le dice a Cristo las palabras que hemos transcripto más arriba. Comienza precisamente y no por casualidad con la expresión condicional referida a la filiación divina: “Si eres hijo de Dios”. Y luego va a proponer una determinada obra, sólo en apariencia acorde a esa supuesta condición. Si eres hijo de Dios tienes que obrar así, tienes que proceder como el Tentador lo sugiere. Tienes que convertir las piedras en panes y alimentarte. Tienes que poner fin a tu ayuno, saciar tu deseo, satisfacer tus carencias. Tienes poder, no dependas de Otro.
La sugestiva pretensión del Demonio es muy breve, extremadamente concisa y formulada de un modo magistral, perversamente magistral. Sin tener todavía presente la respuesta de Cristo, nos da la impresión de que el Demonio no sugiere nada malo en sí mismo, nada discorde ni desordenado en relación con la naturaleza humana o la condición de hijo de Dios. De hecho, Jesucristo realizará grandes milagros en una línea que parecería similar a la planteada aquí. Convertirá el agua en vino y multiplicará los panes y los peces saciando a la multitud. Y por ello debemos preguntarnos en qué consiste la maldad escondida, sutilmente, en aquellas palabras de Satanás.
Notemos también que no sugiere un gran banquete, una comida sobreabundante, un manjar exquisito o un acto de gula, sino un alimento básico, moderado, elemental y, hasta podríamos decir, lógico, previsible, legítimamente deseable. Ni el pan es algo malo, ni alimentarse, ni hacer un milagro con ese objetivo, teniendo la potestad de hacerlo. Son las palabras de Cristo, su respuesta, lo que nos ilumina al respecto, lo que pone en evidencia la maldad del Tentador y la impiedad de lo que sugiere. Porque Jesucristo responde diciendo:
“Está escrito: No sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” (Mt 4,4).
Lo primero que debemos advertir en esta respuesta, admirable también, es que el Señor acude a la Escritura. Su respuesta es muy simple, muy directa. Cita la Escritura, en concreto, al libro del Deuteronomio, donde se muestra el sentido de las penurias padecidas por Israel en el desierto:
“Te humilló, te hizo pasar hambre, te dio a comer el maná que ni tú ni tus padres habíais conocido, para mostrarte que no sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de El Señor.” (Dt 8,3).
Según estas palabras, lo que Israel experimenta en el desierto tiene un sentido muy preciso: Dios le muestra que el hombre vive de su Palabra, que hay una vida que no se obtiene ni se mantiene con alimentos terrenos. Incluso, que la vida así obtenida y así mantenida, mediante el pan, también depende de Dios, de su voluntad, de su misericordia. En otras palabras, que Israel existe, que vive, en última instancia, a causa de Dios, que le da el ser, que lo salva y lo redime.
Aquí se nos muestra, entonces, la maldad contenida en la sugerencia del Tentador. El problema no es el pan, signo de los bienes de este mundo. El problema es pretender vivir solamente de pan, es despojar el corazón del hombre de todo horizonte sobrenatural y de toda preocupación espiritual. Parece tratarse aquí, si cabe decirlo mediante un solo término, de una tentación muy vinculada al naturalismo. Pretende dar una preeminencia tal a las cosas terrenales, que las realidades espirituales y eternas carezcan –en la teoría o en la práctica– de todo relieve, de toda importancia, de todo interés. Se trata, podríamos decir, de uno de los extremos de la peligrosa oscilación que rompe el equilibrio entre lo natural y lo sobrenatural.
Por ello la respuesta de Jesús es magistral. No niega la importancia del pan (bienes materiales) sino que afirma que no solo se vive de pan. Es decir, también se vive de pan, pero eso no es lo único ni lo más importante. La tentación procede entonces reductivamente. Toma algo que es bueno y lo convierte, o pretende convertirlo, en lo único bueno, en lo único necesario. Es un mal uso de algo bueno, característica esencial en toda tentación y presente de distintas maneras, en todo pecado.
En el pecado original, ya sucedía eso mismo. Ni el árbol era malo ni su fruto. Pero se pretendió alcanzar al margen de Dios, por un mal camino, usando mal de la libertad, de la inteligencia y de la voluntad, de los deseos e inclinaciones que, por sí mismas, en cuanto parte de la naturaleza humana, eran buenos. En este sentido señalaba Santo Tomás, comentando la primera de las tentaciones en el desierto:
“Porque, primero, lo tentó con lo que apetecen los hombres por muy espirituales que sean, a saber: con la sustentación de la vida corporal mediante el alimento.”[1]
A lo largo de toda la Escritura podemos advertir ese mismo aspecto. Hasta –y principalmente– en la Plenitud de los tiempos, puesto que el fariseísmo condena a Cristo apelando a la Ley. Usa de la Ley para perseguir y dar muerte a su Autor. Y no es casual, en este orden de realidades, que los fariseos se atribuyan a sí mismos una cierta condición filial divina: “no tenemos más padre que a Dios.” (Jn 8,41) le dicen a Cristo. Los fariseos dicen obrar como hijos de Dios, como hijos de Abraham (Jn 8,33) y sin embargo no lo son realmente, tal como Jesucristo lo afirma: “Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre.” (Jn 8,44).
El Tentador alude a la condición filial divina para agredir a Cristo en el desierto. No sólo se trata, entonces, de que el hombre proceda al margen de Dios, de lo sobrenatural, de lo espiritual, como si las cosas de este mundo fueran las únicas importantes, sino que lo haga en cuanto hijo de Dios. Dijimos más arriba que el Demonio busca cambiar la realidad conservando las apariencias. Lo cual es muy claro en el caso de la hipocresía propia del fariseísmo. Y eso tiene una finalidad, un objetivo, una meta: que el cristiano, que el hijo de Dios no advierta la situación, que no se dé cuenta, que le parezca que nada ha cambiado. Porque así, no advirtiendo el problema, desconociendo la naturaleza de la tentación y del pecado, cierra las puertas a la conversión. No se corrige quien ignora lo que debe corregir. El Tentador busca sumergir al cristiano en ese abismo de ignorancia, ciertamente culpable. Y por ello procede con astucia, con precaución, paulatinamente, progresivamente, sin levantar sospechas.
En la parábola del Sembrador –clave para entender todo lo demás, según lo afirma el propio Jesucristo– está reflejada esta idea y esta triste realidad. En el primero de los cuatro casos, la semilla, que es la Palabra, ha quedado al borde del camino:
“Y al sembrar, unas semillas cayeron a lo largo del camino; vinieron las aves y se las comieron. […] Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende, que viene el Maligno y arrebata lo sembrado en su corazón: éste es el que fue sembrado a lo largo del camino.” (Mt 13,4.19).
Como en los casos restantes, la Palabra es oída, es decir, recibida, atendida, escuchada. Hay una apertura a la Palabra. Por eso se trata, en los cuatro casos, del creyente, no de quien está cerrado a la gracia, la desconoce o ignora el mensaje del Evangelio. Sobre las semillas caídas en el camino, aparecen unas aves misteriosas, que evocan en nuestro pensamiento aquellas que Abraham debió espantar para que la Alianza pudiera pactarse (Gn 15,11). Son aquí signos de la obra de Satanás, explícitamente señalados por Jesucristo en la interpretación que ofrece.
La clave de esta tentación y este pecado que no conserva la Palabra, es el “no comprender”. Se escucha la Palabra pero no se la entiende. Y en el ámbito bíblico, no comprender o no entender es mucho más que una cuestión referida a la inteligencia que, ciertamente, no se excluye, sino que ocupa un lugar preponderante. Pero entender o no entender implica una actitud integral ante Dios. Implica un vínculo de amor con la Palabra, supone una receptividad del corazón, un interés por ella, una inclinación constante para vivir de la Palabra. Esta actitud y su contrario es aludida por Santiago en su Carta:
“Poned por obra la Palabra y no os contentéis sólo con oírla, engañándoos a vosotros mismos. Porque si alguno se contenta con oír la Palabra sin ponerla por obra, ése se parece al que contempla su imagen en un espejo: se contempla, pero, al irse, se olvida de cómo es.” (Sant 1,22-24)
Es verdad que ese “vivir sólo de pan” y al margen de la Palabra parece señalar el hecho de que la Palabra no se ha escuchado. Sin embargo, pensamos que no es así. La Palabra toma contacto con el corazón del hombre, pero no es tenida en cuenta, no comienza a crecer, no germina allí. Lo que sucede es que, a medida que el corazón del hombre se habitúa a no vivir de la Palabra, a no interesarse por ella, esta se va perdiendo y, finalmente desaparece. Diametralmente opuesta es la actitud de María Santísima que “guardaba todas estas cosas meditándolas en su corazón” (Lc 1,19.51).
Otro factor, esencialmente vinculado a lo dicho, es que, en las tres tentaciones, el Demonio intenta pervertir el sentido de los deseos humanos, de sus anhelos y de sus esperanzas. Porque esas esperanzas son el incentivo que lo mueven hacia el fin, y el Tentador lo quiere apartar del verdadero fin. Y así tenemos el desorden de los deseos más vinculados a lo corporal (primera tentación); los anhelos más propios del alma (segunda tentación) y finalmente el orden espiritual en su sentido más propio o más elevado (tercera tentación). De allí que, por ejemplo, San Pablo, pidiendo a Dios la santificación plena de los fieles, emplee esa terminología complexiva, de cuerpo, alma y espíritu:
“Que Él, el Dios de la paz, os santifique plenamente, y que todo vuestro ser, el espíritu [pneuma], el alma [psiche] y el cuerpo [soma], se conserve sin mancha hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo.” (1 Tes 5,23)
No podemos ni pretendemos exponer aquí la doctrina antropológica de San Pablo, ni las diversas interpretaciones que se han hecho al respecto, sino simplemente señalar cómo la totalidad del hombre es afectada ya por el pecado, ya por la gracia, claro que en diversa forma y grado. Haciendo las distinciones correspondientes, siempre debe tenerse en cuenta la unidad substancial del hombre y la relación entre el orden natural y el sobrenatural.[2] San Juan, en su Primera Carta, alude también complexivamente al pecado del mundo, mediante la terminología de la “concupiscencia” [epithymia] en tres direcciones, acentuada mucho la última en el sentido de la arrogancia, coincidentes con las tres tentaciones en el desierto y, por ende, a las que el hombre se ve sometido, particularmente, los hijos de Dios:
“Puesto que todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida– no viene del Padre, sino del mundo.” (1 Jn 2,16)
En esta primera tentación, entonces, el Demonio busca pervertir los deseos más bien referidos al orden corporal, representados en la comida, en el alimento, en el pan. Lo que San Juan denomina “concupiscencia de la carne” (1 Jn 2,16). Y una de las consecuencias principales del desorden de la sensibilidad es el oscurecimiento de la inteligencia o de las facultades superiores en general. En este sentido encontramos cómo la perversión de los deseos afecta, de modo especial, a la comprensión de la Palabra, al interés por recibirla, meditarla, vivirla, profundizarla. Y de esa manera, lo sobrenatural queda paulatinamente al margen de las preocupaciones e intereses del hombre, aún cuando no se llegue a dar un rechazo explícito, claro y formal.
Por otra parte, aun a riesgo de esquematizar excesivamente, podemos ver cómo la práctica cristiana del ayuno, la oración y la limosna contradice estas tres tentaciones. El ayuno nos defiende contra la primera (el deseo desordenado de las cosas materiales); la oración contra la segunda (poner a Dios al servicio de la vanagloria del hombre) y la limosna contra la tercera (alcanzar el dominio de las cosas del mundo rechazando a Dios). Claro que, como lo decimos respecto de la vida teologal, son acentuaciones, que no excluyen la mutua e íntima reciprocidad propia del organismo virtuoso.
Los intérpretes de la Escritura han puesto también de manifiesto la relación con el Pecado Original. Lo primero que advierte Eva en el Paraíso, frente al Árbol del bien y del mal y bajo la seducción de la Serpiente, es que era “bueno para comer” (Gn 3,6). Y luego, en el mismo versículo, se completa el tríptico de la tentación: “apetecible a la vista”, “excelente para lograr sabiduría”. No era malo el fruto ni alimentarse de él. El problema y el pecado consistió en buscarlo sin el orden debido, despreciando a Dios, obrando al margen de Él. Enseña Santo Tomás que el primer pecado fue de soberbia, precisamente por “apetecer de un modo desordenado, algún bien espiritual”.[3] Bajo la seducción del Tentador, nuestros primeros Padres incurren en la soberbia y, a partir de allí, se pervierten los deseos del corazón en todos los demás aspectos, aludidos en las tres dimensiones que el texto bíblico señala.[4]
Cuando Israel clama en el desierto por el alimento, cae en la misma tentación, buscando en Egipto lo que Dios, en realidad, quería concederle por gracia. Y, en el sentido más pleno, todo converge en Cristo mismo, que bajo las especies eucarísticas se da como Alimento. No es un Alimento al que se pueda acceder por las propias fuerzas, sino que se recibe por misericordia, por benevolencia divina. De allí también la dimensión futura referida al Banquete celestial, la Celebración eterna de las Bodas del Cordero. De esa manera, siempre el alimento, desde el inicio hasta el fin de los tiempos y en la consumación del tiempo en la eternidad, tiene esa nota esencial de don, de regalo, de gracia que se recibe de Dios, porque la Vida proviene de Él. Esa dependencia es santa y salvífica, desde que Dios le diera el alimento a nuestros primeros Padres, antes de la Falta que sumergió al mundo en las sombras más densas:
“Dijo Dios: Ved que os he dado toda hierba de semilla que existe sobre la haz de toda la tierra, así como todo árbol que lleva fruto de semilla; para vosotros será de alimento.” (Gn 1,29).
La propuesta de Satanás, contra Cristo, contra todos los hijos de Dios, y contra la humanidad entera, es precisamente buscar el alimento terreno –con toda la significatividad simbólica que admite– como lo único necesario, como única causa de la vida, como prioridad absoluta y, sobre todo, al margen de Dios, de su Palabra, de su misericordia.
Pero podríamos incluso ampliar este horizonte de la tentación y contemplar en esas piedras que el Demonio desea se conviertan en panes, todos los bienes corporales, materiales, físicos, en la medida en que ocupan un lugar que no les corresponde. El desierto, bajo la Presencia de Cristo, nos muestra la realidad, latente detrás de los frecuentes espejismos y vanas ilusiones que pueblan nuestra existencia y desvían nuestra mirada.
Cuando los bienes materiales son considerados como prioridad absoluta, por más gozo y placer que ofrezcan, no son más que piedras, inertes, sin vida. No alimentan, no sacian. Por el contrario, hacen daño, sutil pero realmente. Nadie puede alimentarse con piedras, por más que crea que son panes. Y lo más grave es no advertir la diferencia. Insistimos en que los bienes materiales no son malos, pero siempre deben estar ordenados a Dios y nunca deben desviarnos del camino hacia Él. Son buenos, en sí mismos, y buenos para nosotros en la medida en que ocupan el lugar que deben ocupar, en la medida en que nuestros deseos no desplazan ni dejan de lado por ellos los bienes eternos, la Palabra vivificante, la gracia que Dios nos concede en este mundo, la gloria que nos quiere dar en el venidero.
Mientras Marta estaba ocupada en muchas cosas, en los quehaceres cotidianos, ciertamente buenos, valiosos, legítimos e importantes, María “sentada a los pies del Señor, escuchaba su Palabra” (Lc 10,39). La actitud de María de Betania es una bellísima y sencilla imagen de lo contrario a las sugestiones del Demonio en esta primera tentación y, de alguna manera, en todas las tentaciones. María escucha a quien Es la Palabra, vive de la Palabra, porque la Palabra es el mismo Señor: “En Él estaba la Vida y la Vida era la Luz de los hombres” (Jn 1,4). María no solamente escucha el contenido de lo que Jesús dice, contenido que no conocemos expresamente en esa escena, porque lo importante y lo que daba sentido al contenido era que María lo escuchaba a Él.
O como el caso de los discípulos de Emaús. Aquella magistral interpretación del Señor, sobre el sentido del Antiguo Testamento, cuyas palabras San Lucas no ha puesto por escrito (hay aquí cierta semejanza con el caso de María) hizo arder el corazón de aquellos hombres desesperanzados, ciertamente por lo que escucharon, pero más aún porque lo escucharon a Él. Así comenzaron a vivir de la Palabra y así, en medio de la oscuridad de la noche, regresaron a Jerusalén.
En el Antiguo Testamento, Jeremías vive de la Palabra, a pesar de la enormidad de dificultades y agobios que ello supone, en medio de un pueblo que rechaza a Dios y persigue a sus enviados: “Se presentaban tus palabras, y yo las devoraba; era tu palabra para mí un gozo y alegría de corazón” (Jer 15,16). David, el gran Cantor de Israel, abre el Salterio precisamente en torno a este gozo vital en la Palabra de Dios: “Dichoso el hombre […] que se complace en la Ley de Yahveh, su Ley susurra día y noche […] da fruto a su tiempo” (Sal 1,1a.2.3d). “En tus preceptos tengo mis delicias, no olvido tu palabra.” (Sal 119,16).
Es extensísimo el campo bíblico y son muchas las páginas de la Escritura donde la Palabra ofrece estas dimensiones contrarias a los deseos del Tentador. La Escritura misma es arma perfecta en esa primera línea de combate cristiano, tal como lo enseñaba Pablo: “la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios” (Ef 6,17). Y, como no podía ser de otro modo, María Santísima, la Madre del Redentor, en su contemplativo y vital silencio, acoge, atesora y recorre en las honduras inefables de su Corazón, el Misterio de su Hijo: “María, por su parte, guardaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón” (Lc 2,19).
[1] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, Q. 41, art. 4
[2] En la división tripartita de Pablo, el primer término (“pneuma”) se refiere al principio de vida sobrenatural. La distinción cuerpo / alma alude más bien al ámbito natural y por ello no atenta contra la unidad substancial del hombre, ni contra la unidad de su alma. Cfr. C. Pozo, Teología del más allá, p. 247.
[3] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II – II, Q. 163, art. 1.
[4] Cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II – II, Q. 163, art. 1, ad 2.
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