LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL COMBATE CRISTIANO R.P. MIGUEL ÁNGEL COMANDI Pbro.
Capítulo Sexto
LA CIUDAD SANTA
Entonces el diablo lo lleva consigo a la Ciudad Santa, lo pone sobre el alero del Templo, y le dice: Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna. Jesús le dijo: También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios. (Mt 4,5-7)
El naturalismo como primera tentación se refiere a un mal uso de los bienes materiales o, más propia y formalmente, a una visión del mundo despojada del horizonte sobrenatural, que atenta contra la fe, y donde lo único que en verdad importa es el bien mundano, terrenal y siempre al margen de Dios. Y la primera tentación nos descubría, sobre todo, cómo el Demonio tiende a desordenar nuestros deseos referidos a la corporalidad, a las cosas materiales.
Una segunda clase de tentación, más grave aún que la ya descripta, y que ciertamente no la excluye, se refiere no tanto a los bienes corporales sino a lo más propio del alma. Es una tentación más espiritual o donde lo espiritual se manifiesta con mayor claridad, de modo más acentuado. Santo Tomás, cuando trata sobre las Tentaciones de Cristo, también relaciona la segunda con lo sucedido en el Jardín de Edén bajo la seducción del Demonio:
“En segundo lugar, pasó a aquello en que, a veces, caen los varones espirituales, esto es, en hacer algunas cosas por ostentación, proceder que se encuadra en la vanagloria […] Luego lo tentó de vanagloria, cuando dijo: Se abrirán vuestros ojos.” [1]
Según el orden de las tentaciones en San Mateo, esta tiene lugar en la Ciudad Santa y, más precisamente en el Templo. Queda así subrayado el carácter sacro de tal ámbito y, por otra parte, un plano a mayor altura que en el caso de la primera, a nivel del desierto; plano que –como los intérpretes han mostrado– parece sugerir también mediante la topografía, un incremento de gravedad.
El relato de esta tentación se inicia nuevamente con la acción del Demonio sobre Cristo, al conducirlo al Lugar Santo. Hay una cierta paradoja en que sea, precisamente, el espíritu del mal quien lleve al Hijo de Dios hacia la Ciudad Santa. Revela un especial interés del Demonio por aquel ámbito sagrado, lo que conferirá a esta tentación un carácter de particular gravedad. Por el momento podemos advertir cómo el espíritu del mundo se hace presente explícitamente en el ámbito de lo religioso, puesto que intentará pervertir el vínculo sobrenatural del hombre con Dios, tal como lo hizo desde el comienzo de los tiempos. Y los espacios y actos cultuales poseen, en ese sentido, dimensiones preeminentes y de manifiesto carácter significativo.
Al igual que en la primera tentación, el Demonio vuelve a dirigirse a Cristo, llamándolo condicionalmente, “Hijo de Dios”. Pero aquí propone, además, un fundamento, un argumento bíblico, tomado textualmente del Antiguo Testamento. Satanás se acomoda al modo de argumentar de su oponente. Santo Tomás, citando a Orígenes, dice que el Demonio conocía las Escrituras, ciertamente, pero para usarlas en contra de los hijos de Dios, aprovechando las debilidades humanas, “no para hacerte mejor con su lectura sino para matar con la simple letra a los que de la letra son amigos”.[2]
Aquí se contienen, en germen, las deformaciones en el uso de la Sagrada Escritura a lo largo de la historia. La deformación de la Palabra de Dios está en el origen del primer pecado. Las palabras iniciales que escuchamos del Demonio en el Génesis se refieren a la Palabra de Dios, cuando el Tentador, mintiendo, afirma “¿Cómo es que Dios os ha dicho: «No comáis de ninguno de los árboles del jardín?»” (Gn 3,1). El Demonio miente y deforma lo que Dios “ha dicho”, deforma su Palabra.
La sacralidad de esta tentación queda, así, subrayada mediante elementos de mucho relieve: Jerusalén, el Templo, la Escritura. Tres títulos convergentes y caracterizados por una santidad en grado eminente. El Demonio pone a Cristo en esa situación, lo rodea de tal ambiente para probarlo. No será casualidad, entonces, que las mayores agresiones contra Jesús no provengan de paganos, ni de publicanos o pecadores públicos, sino de hombres definidos por su carácter religioso, por la fidelidad en la práctica del culto y la observancia de la Ley: los fariseos. Al respecto, el Padre Leonardo Castellani señalaba una singular diferencia entre quien dio muerte a San Juan Bautista y los que dieron muerte a Cristo, diciendo:
“Es sintomático que el rudo penitente de Makerón [Juan Bautista] haya recibido la muerte de un sensual, mas Cristo haya sido llevado a ella por puritanos. Es cien veces peor el fariseísmo que los demás vicios, como notó el mismo Cristo. El fariseísmo es un vicio espiritual, es decir diabólico, pues las corrupciones del espíritu son peores que las corrupciones de la carne.” [3]
El Demonio descubre en Cristo a un hombre piadoso, compenetrado con las Escrituras, fiel a la Palabra de Dios como principio de su obrar. No había cedido al naturalismo de la primera tentación, ni excluido en ningún momento a Dios del horizonte. La perspicacia del Demonio lo impele a probar un ámbito que considera más adecuado: el religioso. O mejor dicho, poner a prueba la condición filial en el ámbito sagrado. El Demonio cambia constantemente de ambiente y de estrategia, aunque no de finalidad: despojar la condición filial de su auténtica significación, impidiendo así que el hombre alcance su fin, la herencia del Reino de los Cielos.
Debemos aclarar, llegados a este punto, que el intento de deformar la condición filial del cristiano está presente en las tres tentaciones. En la primera se desdibuja el horizonte sobrenatural, pretendiendo que los hijos de Dios obren sólo para los bienes de este mundo. En la segunda, ese horizonte está presente, pero corrompido, conservando solo las apariencias de verdadera religión. En la tercera, como veremos luego, alcanzará su punto culminante, cuando el Demonio pretenda ser adorado en lugar de Dios, desligando por ello, con total claridad, a los hijos del vínculo con el Padre.
En ese contexto religioso, la segunda tentación actúa sobre el anhelo de la propia gloria y contra la esperanza teologal, más bien bajo el aspecto de presunción. Tal vez podríamos descubrir aquí la otra dimensión del desequilibrio entre lo natural y lo sobrenatural al que hicimos alusión en páginas anteriores. Una falsa priorización de lo sobrenatural, en contra de la prudencia y deformando la esperanza. Porque es verdad que lo sobrenatural tiene prioridad, pero la gracia supone la naturaleza, no la anula, no la desdibuja. El hombre religioso corre el peligro de autoglorificarse, de buscar el desordenado reconocimiento de sí mismo, hasta el punto de poner a Dios al servicio de la gloria humana. Ya no se trata de bienes materiales o corporales –que no por ello están necesariamente excluidos– sino de bienes espirituales, más propios del alma.
El Tentador le dice entonces a Cristo, en lo alto del Pináculo del Templo:
“Si eres Hijo de Dios, tírate abajo, porque está escrito: A sus ángeles te encomendará, y en sus manos te llevarán, para que no tropiece tu pie en piedra alguna.” (Mt 4,6).
En los ámbitos eclesiales suele presentarse esta tentación y se advierten sus consecuencias especialmente como divisiones entre los miembros del Pueblo de Dios.[4] Necesariamente, el afán de la propia glorificación conduce a ver como un daño para sí mismo la glorificación de otros. San Pablo lo descubría en particular en la Iglesia de Corinto, pero es una actitud que perdura.[5] La actitud del fariseo en el Templo también parece corresponder con esta tentación y tiene lamentable pero plena vigencia en muchos de los hijos de Dios, cuando su gozo se encuentra en la propia perfección espiritual, no viendo que esa perfección –que, de existir realmente, no debe ser negada– es un don de lo alto. El gozo del bien recibido es siempre gozo en el Señor. Es gozo en el bien, pero no simplemente en el bien, sino en lo que ese bien tiene de recibido, de donado por Dios, de conferido por Él, por misericordia, por benevolencia. El fariseo en el Templo era objeto de su propio culto, en razón de algo que no le pertenecía. Glorificaba el don de Dios en él, pero dejando de lado precisamente esa condición de “don” y atribuyéndose a sí mismo lo que le pertenece a Dios. Y así, en realidad, lo pierde.
“El fariseo, de pie, oraba en su interior de esta manera: ¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros, ni tampoco como este publicano. Ayuno dos veces por semana, doy el diezmo de todas mis ganancias.” (Lc 18,11-12).[6]
Parece un acto de acción de gracias cuando en realidad no lo es, puesto que desprecia al publicano y así, su agradecimiento queda viciado de raíz; subsisten sólo las apariencias. Se gloría en su supuesta perfección espiritual, al mismo tiempo que desprecia al Señor, puesto que “Si alguno dice: «Amo a Dios», y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve.” (1 Jn 4,20). No es casual que el inicio de la parábola Jesús denuncie ya la apariencia de justicia: “Dijo también a algunos que se tenían por justos y despreciaban a los demás, esta parábola” (Lc 18,9); “se tenían por justos”, pero no lo eran.
Aunque no tenga un sentido exclusivo en esta línea, la segunda clase de terreno al que se alude la parábola del Sembrador –a la que nos referimos en la primera tentación– parece reflejar lo que sucede aquí, en la segunda. Es el caso de la semilla que cae en el pedregal:
“El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría; pero no tiene raíz en sí mismo, sino que es inconstante y, cuando se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumbe enseguida.” (Mt 13,20-21).
La Palabra ha sido recibida, pero no arraiga en el corazón. Las persecuciones se encuentran en el polo opuesto a la vanagloria que proporciona el mundo. Precisamente, ese anhelo de reconocimiento, ese mal uso de los bienes divinos para agradar al mundo, es lo que hace sucumbir a quien no tiene la Palabra de Dios en el corazón, sino en la superficialidad de una vida vacía. Es el corazón de piedra, ya denunciado por los profetas en el Antiguo Testamento. A la vanagloria, especialmente religiosa, propia de la segunda tentación, se opone entonces la persecución, en el sentido en que Jesús lo afirma en las bienaventuranzas:
“Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.” (Mt 5,11-12)
Los falsos profetas, o los profetas de mentiras, son reconocidos y reverenciados por el Israel pecador:
“¡Ay cuando todos los hombres hablen bien de vosotros!, pues de ese modo trataban sus padres a los falsos profetas.” (Lc 6,26).
Los verdaderos profetas son perseguidos. Como vemos, es el punto diametralmente opuesto. Los que ceden a esta segunda tentación, dejan de lado la Palabra a causa de la persecución, de las contrariedades que la Palabra implica en un mundo hostil a Dios y usan de ese don divino para atraerse el reconocimiento de dicho mundo.
Es verdad que la tentación ofrece el carácter propio de la ostentación y de la vanagloria, especialmente en la dimensión religiosa, pero Benedicto XVI encuentra un sentido más profundo todavía. Al señalar el núcleo de esta tentación –que él mismo admite como más difícil de entender en algunos aspectos– sostiene que se trata de “probar a Dios” para que se muestre como tal y, por lo tanto, “someterse a las condiciones que nosotros consideramos necesarias para llegar a una certeza”.[7] La tentación pretende poner a Dios al servicio del hombre, un Dios sometido a nuestros deseos, un Dios que se manifieste de acuerdo a lo que el hombre pretende. En cambio, Dios es profunda e insondablemente misterioso, sus caminos no son los nuestros. Y solemos pretender, en ocasiones, que se muestre, que se manifieste, que responda tal como nosotros queremos, de forma acorde a nuestro parecer, como si fuera igual a nosotros.
En esta línea pueden comprenderse las peligrosas desviaciones de la doctrina o de la práctica religiosa pretendiendo una adaptación al mundo para recibir su aprobación o, al menos, para no experimentar el rechazo. Se adapta de manera ilegítima, diluyendo el mensaje de salvación. No se niega siempre de plano, pero se usa mal, presentándose lo que es malo como si fuera un auténtico bien. Porque es duro predicar la verdad en un mundo dominado por el Príncipe de las Tinieblas, donde su influjo nos invade por todas partes. El demonio procura que la verdad divina se haga relativa al deseo del hombre, y a un deseo viciado desde su misma raíz, cuando el hombre se busca a sí mismo, convirtiéndose en su propio fin.
Tal vez, en esta segunda tentación se encuentre una de las raíces del relativismo como medio para que sea el hombre quien ocupe el lugar de Dios. Observamos una falsa exaltación del hombre, que el Tentador paradójicamente anhela. Él desea que la primacía la tenga el hombre, pero que la tenga incluso por encima de Dios. Pero eso significa –y lo sabe– la destrucción del hombre. Para el Demonio, esa exaltación destructora del hombre no es un fin; él es todo lo contrario a un humanista, como podremos comprobarlo también más adelante, en la tercera tentación. El Demonio es el mayor enemigo del hombre. Su fin es arruinar a la creatura, apartándola de la salvación, porque no puede obtener una victoria contra el mismo Dios. Es interesante como John Milton, en su obra El Paraíso perdido, imagina y describe las deliberaciones en lo profundo del infierno, donde los demonios deciden corromper al hombre, puesto que no pueden combatir contra Dios mismo. En dicha obra, Milton pone en boca de los demonios el siguiente párrafo:
“Esto sería mucho mejor que una venganza ordinaria, porque acibaría el placer que nuestra confusión causa al vencedor: de su turbación nacería nuestro gozo, cuando viera que sus hijos queridos, precipitados en este sitio para sufrir con nosotros, maldecirían su frágil ser y su dicha, tan pronto marchita.”[8]
Ya hemos señalado, pero es conveniente repetir que los fariseos condenarán a Cristo a muerte apelando a la Ley y manifestando la condición filial de Jesús. Emplean un bien divino –la Ley de Moisés– para dar muerte al mismo Hijo de Dios, llevando al extremo lo que en esta tentación el Demonio propone, precisamente, el mal uso del bien divino, en contra de Dios: “Los judíos le replicaron: Nosotros tenemos una Ley y según esa Ley debe morir, porque se tiene por Hijo de Dios.” (Jn 19,7)
De esta forma, la acédica tristeza por la presencia salvífica de Cristo se vuelve tan grave, que el fariseísmo busca eliminar dicha presencia, recurriendo al mal uso de lo más santo y así dar muerte al Hijo de Dios. El profeta Ezequiel, en una página importantísima (cap. 16) muestra con elocuencia y con dolor cómo Israel, rescatada del abismo de sus males y adornada por Dios como una reina, lo ofende con los mismos dones que de Dios había recibido. El pueblo elegido y amado usa mal del bien divino, cometiendo una máxima ingratitud y una gravísima ofensa.
En el curso de la historia, muchos de los ataques contra la Iglesia fueron, supuestamente, en nombre del bien y de la verdad, aunque el sentido de esas realidades, en manos enemigas, estaba viciado. Sus enemigos la combatían apelando a bienes que la Iglesia parecía rechazar. Así, se usaba el bien para agredir a Dios en sus hijos. Y se terminaba desvirtuando el sentido del bien, tanto humano como divino. Es lo que decía Chesterton, con gran lucidez y exquisita concisión:
“Con tal de combatir a la Iglesia, los hombres que comienzan a combatirla en nombre de la libertad y de la humanidad, terminan por desechar la libertad y la humanidad para poder luchar contra la Iglesia”.[9]
Lo más grave sucede cuando los propios hijos de Dios se abandonan a tales convicciones, cuando este enfrentamiento proviene desde dentro. El creyente puede llegar a resistirse al verdadero bien e incluso combatirlo en pro de bienes inferiores o aparentes cuya estabilidad y posesión pretende garantizar. No quiere perder nada para ganar la eternidad. Y la elección implica siempre dejar de lado lo que no se elige. Pero, en realidad, lo que se deja es iluminado por lo que se elige. Lo que se deja es consecuencia, no causa. No alcanzamos a Dios por el hecho de dejar cosas, sino que las dejamos porque hemos elegido a Dios. Lo vemos, por ejemplo, en la parábola del tesoro escondido:
“El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre, vuelve a esconderlo y, por la alegría que le da, va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel.” (Mt 13,44)
Cristo es nuestro tesoro escondido. Él ha venido al mundo, ha llegado a nuestro campo para que deseándolo lo encontremos, renunciando a todo lo que sea necesario para alcanzarlo, incluso a la propia vida, de lo cual los mártires son testigos privilegiados. No miran lo que pierden, sino que ello es consecuencia de lo que alcanzan. Pero en esto, Cristo nos da también el primer ejemplo; en esto también es modelo arquetípico y ejemplar. Porque podríamos interpretar la parábola en el otro sentido, siendo nosotros un tesoro para Él, pero un tesoro sumergido en el barro, sucio y deslucido por el pecado, puesto que el hombre ha huido de Dios, se ha escondido de Él (Gn 3,8.10). Y Jesucristo ha venido al mundo a nuestro encuentro, al encuentro de la creatura de sus manos. Y para redimirnos –su perfecto gozo en el Padre– lo ha dado todo, entregando su propia vida y rescatándonos al precio de su sangre (Ap 5,9).
El cristiano no se entristece por lo que deja, sino que se alegra por lo que obtiene. Por eso, el Demonio trata de invertir el sentido de la mirada creyente: entristecernos más por las renuncias al mundo que alegrarnos por el encuentro con Cristo. Y quitarnos así las fuerzas para el combate. El Demonio busca distorsionar la Fe y las convicciones cristianas y que pasen inadvertidas las contradicciones que esa distorsión supone. Y presenta tal distorsión como si fuera una realidad legítima, buena y aceptable.
Todo esto tiene consecuencias negativas, de las que la misma Escritura da testimonio destacando que se propagarán “todo tipo de maldades que seducirán a los que se han de condenar por no haber aceptado el amor de la verdad que les hubiera salvado” (2 Tes 2,10). San Pablo, en este pasaje de su Carta, acentúa esos poderes de seducción, es decir, que el mal se propaga con apariencia de bien y quienes adhieren al mal, lo hacen porque de a poco han cedido, han dejado de amar auténticamente la verdad. El Tentador seduce, fascina, muestra falsedades y apariencias como verdad. Es oportuno destacar también que San Pablo no se refiere simplemente al conocimiento sino al amor de la verdad. Claro que en el lenguaje bíblico no son dos aspectos contrapuestos. El Demonio tiene un conocimiento natural de Dios, pero no lo ama; reconoce al Mesías, pero lo rechaza:
“¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios.” (Mc 1,24).[10]
Las palabras del Tentador, en el pináculo del Templo, esconden este uso retorcido de los bienes divinos; escuchamos la alusión a un acontecimiento salvífico que tiene que ver con la esperanza en la intervención de Dios, pero corrompiendo la esperanza misma, porque su objeto ya no es Dios sino la vanidad del mundo. Hay una clara dimensión protectora, salvífica, fundada en el amor de Dios y, por parte de la creatura, en la condición filial, que ese amor divino engendra. Porque el acto salvífico que el Demonio describe debería tener lugar por ser “hijo de Dios” (v. 9). Ahora bien, debemos enfatizar el modo en que el Demonio pretende que el hijo de Dios actúe, porque es verdad que Dios interviene para salvarnos, es cierto que protege y cuida a sus hijos. Lo que aquí sucede es que el hijo de Dios, en la perspectiva del Tentador, debería poner a prueba al Padre, es decir, instrumentalizar la condición filial para su propio provecho y, por ende, también al amor que constituye esencialmente dicha condición.
No es casual, entonces, que los fariseos se consideraran “hijos de Dios” (Jn 8,41) cuando en realidad, lo eran del Demonio (Jn 8,44) según lo afirma Jesús expresa e incisivamente, puesto que la filiación implica siempre un modo de proceder. De esas obras se deduce el verdadero linaje, la auténtica pertenencia. De hecho, los fariseos no comprenden el sentido del vínculo filial de Cristo (Jn 8,27) no entienden sus palabras (Jn 8,43) y no creen porque no están dispuestos a aceptar la verdad (Jn 8,45). Pero al considerarse como verdaderos hijos de Dios, se autoengañan, el Padre de la Mentira los ha sometido sutilmente y así proceden como él. De allí la dificultad para la conversión, puesto que creen no necesitarla. Según esta convicción engañosa y falsa, Dios quedaría situado al servicio de la vanagloria del hombre, vanagloria que tiene aquí un especial componente religioso. Los fariseos se gloriaban del modo en que, supuestamente, cumplían la Ley y hasta los preceptos más insignificantes, para recibir así el aplauso del mundo.
En el Antiguo Testamento hay algunos episodios de notable resonancia, donde podemos comprobar lo contrario a esta perversa actitud sugerida en la segunda tentación. Sólo a modo de ejemplo, mencionaremos algunos de ellos.
En el libro de Daniel, los jóvenes arrojados al horno ardiente, a pesar de semejante prueba, no tientan a Dios, sino que se someten confiadamente a su voluntad. Así pueden decirle a Nabucodonosor:
“Si nuestro Dios, a quien servimos, es capaz de librarnos, nos librará del horno de fuego ardiente y de tu mano, oh rey; y si no lo hace, has de saber, oh rey, que nosotros no serviremos a tus dioses ni adoraremos la estatua de oro que has erigido.” (Dn 3,17-18).
Sea que Dios intervenga o no, el vínculo de la Caridad queda intacto: ellos viven para Dios, no instrumentalizan el amor, no pervierten la esperanza, no ponen a prueba al Señor, nada pretenden exigirle: Dios puede mostrarse o no hacerlo, y puede hacerlo como Él quiera y cuando quiera. Eso no afectará el vínculo filial. Dios es Misterio, su obrar es misterioso y el hombre no puede pedirle razones. Pero es misterio de misericordia, de salvación, aunque nosotros no lo comprendamos, como había sucedido con Job, hasta que, al final del libro, advierte la insondable profundidad de ese misterio y hace explícita su aceptación.
Otro acontecimiento, también en una línea similar, se encuentra en el libro de Judit. Allí, mientras la dirigencia religiosa de Betulia pone un plazo para que Dios intervenga (Jdt 7,30-31) Judit enseña el verdadero sentido de la prueba y reacciona contra esa tentación a la que el pueblo sucumbe:
“¿Quiénes sois vosotros para permitiros hoy poner a Dios a prueba y suplantar a Dios entre los hombres? ¡Así tentáis al Señor Omnipotente, vosotros que nunca llegaréis a comprender nada!” (Jdt 8,12-13).
Magnífico ejemplo, que no menosprecia la intervención de Dios, que ruega por su intervención (Jdt 8,15.17) pero que se somete fielmente a sus designios, insondables y siempre misericordiosos.
Volviendo al texto evangélico, y tal como había sucedido en la primera tentación, son las palabras de Jesús las que revelan la maldad pretendida allí por el Demonio. Cristo evidencia lo que el Demonio presenta como un bien y para ello cita otra vez un texto del Deuteronomio:
“No tentaréis al Señor vuestro Dios, como lo habéis tentado en Massá.” (Dt 6,16); “También está escrito: No tentarás al Señor tu Dios.” (Mt 4,7).
Acudiendo a las Escrituras evoca el acontecimiento en Massá, donde, a causa de la sed en medio del desierto, el pueblo había dudado de la presencia salvífica de Dios:
“Aquel lugar se llamó Massá y Meribá, a causa de la querella de los israelitas, y por haber tentado al Señor, diciendo: ¿Está El Señor entre nosotros o no?” (Ex 17,7).
De forma parecida al pasaje ya mencionado del libro de Judit, el pueblo pone a prueba a Dios. La gravedad radica en dudar o negar su Presencia: si Dios no interviene como el pueblo lo desea, significa que no tiene cuidado alguno de él, que está ausente, desentendido, distante. Si es el verdadero Dios de Israel, estará a su servicio. Podemos ver la infame inversión que allí se produce. El Creador es puesto en una condición inferior a la creatura. Israel pretende tener un dios a la medida de los hombres.
Tal vez podríamos intuir que en esta tentación se encuentra representado también el anhelo racionalista, donde Dios sólo puede ser reconocido como obra del hombre, a su medida, donde todo misterio queda relegado y al fin, eliminado, donde lo que excede las posibilidades de la razón, no tiene existencia ni valor alguno. En cambio, y muy por el contrario, Dios obra desde el misterio; sus caminos son insondables. Su Presencia y su obra se nos presentan todavía como lo enseñara magníficamente San Pablo, anunciando, al mismo tiempo, el conocimiento de Dios en la vida futura:
“Ahora vemos en un espejo, en enigma. Entonces veremos cara a cara. Ahora conozco de un modo parcial, pero entonces conoceré como soy conocido.” (1 Cor 13,12).
Sin embargo, es bastante oscura la expresión del Tentador, al inducir a Cristo a arrojarse desde la altura a la que lo ha conducido. Pueden intentarse diversas interpretaciones, pero hay allí algo indudable: se trata de un peligro de muerte. Arrojarse desde aquella altura equivale a morir. Por ende, la acción salvífica de Dios tiene que ver con el rescatar del poder de la muerte, o más bien, con impedirla, con preservar de la muerte. Se trataría entonces de un acto redentor. En otras palabras, la intervención divina garantizaría que la exposición del Hijo de Dios a la muerte no derive en una muerte real y efectiva, sino que sea preservado o librado de experimentarla.
Podemos evocar aquí el caso de Pedro, cuyo modo de pensar demasiado humano atentaba contra los fines de la Redención. Tal aspecto cobra cada vez mayor significación. Y adquirirá proporciones más notables aún en la Pasión del Señor, cuando los enemigos le digan a Jesús crucificado:
“Tú que destruyes el Santuario y en tres días lo levantas, ¡sálvate a ti mismo, si eres Hijo de Dios, y baja de la cruz! Igualmente, los sumos sacerdotes junto con los escribas y los ancianos se burlaban de él diciendo: A otros salvó y a sí mismo no puede salvarse. Rey de Israel es: que baje ahora de la cruz, y creeremos en él. Ha puesto su confianza en Dios; que lo salve ahora, si es que de verdad lo quiere; ya que dijo: Soy Hijo de Dios.” (Mt 27,40-43).
Hemos transcripto todo el pasaje por su singular importancia y especial relación con lo sucedido en el Pináculo del Templo. Conviene leer también la narración en los otros sinópticos (Mc 15,29-32; Lc 23,35-39) para tener una visión completa y detallada. Notemos lo incisivo de la expresión “Si eres Hijo de Dios”. Si recordamos las palabras de Pedro, que le valen una dura reprensión de Jesús, vemos que procedían en un sentido similar, aunque carentes del tono de burla y de la intención que emplean los enemigos de Jesús.
Pedro, sin embargo, había afirmado: “¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!” (Mt 16,22). Se está refiriendo al anuncio de la Pasión que Jesús acababa de hacer, mostrando claramente que moriría a manos del Sanedrín, condenado por la dirigencia religiosa de Israel. Pedro atenta así contra el plan de la Redención, porque, según lo indica el Señor a los discípulos de Emaús, “era necesario” (Lc 24,26) que todo sucediera de acuerdo con las Escrituras. La Pasión responde al plan divino de salvación, anunciado desde antiguo.[11]
Habría que aclarar, en torno a esta segunda tentación y la perspectiva de la muerte o no del Hijo de Dios, que el Demonio sugiere ilícitamente, en primer lugar, la preservación de la vida, poniendo a prueba al Padre. Pero tal preservación o acción salvífica es condicional, porque implica que el Hijo de Dios acepte una filialidad de esa clase, aparente y falaz.
Ninguno de los ataques contra Cristo fue efectivo; no hubo nunca deformación alguna de su condición filial ni del auténtico sentido de su carácter mesiánico. Jamás se plegó a las convicciones erradas e impías de los fariseos, ni se dejó seducir por las aclamaciones de las multitudes que pretendían hacerlo rey en un sentido distinto al que en verdad lo era. Todas las tentativas del Demonio fracasaron rotundamente contra Él. Y por eso, en el Consejo de la Impiedad, se decidió su muerte. Pero se cumplió así el plan providencial y, de manera contraria a lo que el Demonio pretendía, el gran acto de la Redención alcanzó su punto culminante.[12]
San Pablo no sucumbe tampoco a la tentación de predicar una Iglesia coronada por éxitos humanos poniendo a Dios como garantía de los mismos, una Iglesia que se sirva de Dios para complacer al mundo, ni a una Iglesia que busque el prestigio y el reconocimiento de los hombres. Por el contrario, el centro de su predicación es la Cruz, incomprensible para quienes viven sólo según los criterios del mundo, incluso disimulados bajo los velos de una aparente religiosidad. Y esa predicación de Pablo es así porque la Iglesia no es sino el Cuerpo Místico de Cristo:
“Así, mientras los judíos piden señales y los griegos buscan sabiduría, nosotros predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Porque la necedad divina es más sabia que la sabiduría de los hombres, y la debilidad divina, más fuerte que la fuerza de los hombres.” (1 Cor 1,22-25).
La Iglesia, antes de Pentecostés, experimenta el temor a la muerte, gravísimo impedimento para llevar adelante su obra. Así lo dice el Evangelio de San Juan, refiriéndose a los sucesos del Domingo de la Resurrección:
“Al atardecer de aquel día, el primero de la semana, estando cerradas, por miedo a los judíos, las puertas del lugar donde se encontraban los discípulos” (Jn 20,19)
El gran prodigio de Pentecostés no se reduce a las manifestaciones milagrosas o al portento de las lenguas que allí tuvo lugar sino, junto con ello, y dándole sentido, a que ese temor mortal ya no detiene la evangelización. Y así la Iglesia nace, y así comienza también a morir. Comienza a ser perseguida, a padecer, a experimentar el martirio, a derramar su sangre, que es la de Jesucristo. Y así se expande con vitalidad nueva, porque hay algo que supera la muerte: el Amor. La Iglesia evangeliza no por éxitos debidos a fuerzas de este mundo, sino por la fuerza eficaz de la Sangre Redentora. El poder de la Muerte es vencido por la fuerza irresistible del Amor.
La segunda tentación, por lo tanto, pretende destruir el auténtico significado de la filiación divina, negando el valor de la Pasión y muerte redentoras, pero, como siempre, tratando de conservar las apariencias de dicha condición filial y de un supuesto vínculo salvífico de caridad. Se trata de una vana glorificación de los hijos a costa de negar al Padre la gloria que le es debida. Como si el brillo del hijo debiera oscurecer el rostro del Padre.
También aquí podría existir cierta relación con el “hijo mayor” de la parábola de Lc 15: se presenta como perfecto en la obediencia, se alaba a sí mismo por ello, mientras que desprecia al Padre –acusándolo directamente y al despreciar a su hermano– opaca su figura, diciéndole que nunca le ha dado nada, sino simplemente órdenes:
“Hace tantos años que te sirvo, y jamás dejé de cumplir una orden tuya, pero nunca me has dado un cabrito para tener una fiesta con mis amigos” (Lc 15,29)
El fariseísmo procede de acuerdo con esta perversión, según lo atestigua el Evangelio de San Juan, diciendo que “prefirieron la gloria de los hombres a la gloria de Dios” (Jn 12,43). Esta posición no es exclusiva del fariseísmo judío del tiempo de Cristo. No en vano el Señor pedía a los discípulos que se guardasen de la “levadura de los fariseos y saduceos” (Mt 16,6.11) que es su doctrina (Mt 16,12) y su hipocresía (Lc 12,1) y que puede contaminar al cristiano. Jesucristo marcaba claramente la superioridad de la justicia filial sobre la justicia de escribas y fariseos, como condición necesaria para formar parte del Reino de Dios.[13]
En ocasiones puede suceder que el cristiano sucumba a esta tentación, sin plena advertencia, encontrando su propia gloria en el cumplimiento de preceptos, por los preceptos mismos y no por lo que da sentido a los preceptos, que es la Caridad como amor al Padre e imitación del Hijo en el Espíritu Santo. La Caridad no se opone a la Ley, sino que la lleva a plenitud, como lo afirma San Pablo: “La caridad es la plenitud de la ley” (Rom 13,10). La disociación de estas dos realidades suele ser fatal en los dos sentidos que admite: o gloriarse en el precepto al margen de la caridad; o gloriarse en la caridad desoyendo el precepto. El hombre, y antes el demonio, cede a la tentación de disociar lo que Dios ha unido (cfr Mt 19,6).[14] Se gloría del conocimiento de Dios, pero con prescindencia de la caridad; o se gloría de la caridad al margen del conocimiento de Dios. Así, ambos miembros se vacían de su auténtico significado. Porque el conocimiento sin caridad no es verdadero conocimiento de Dios, puesto que “Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor.” (1 Jn 4,8). Y el amor sin conocimiento tampoco es verdadero amor. Dios nos ha dado a conocer el amor que nos tiene, afirma también San Juan (1 Jn 4,9); “Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene, y hemos creído en él” (1 Jn 4,16). Por otra parte, el amor del Padre se muestra en el sacrificio del Hijo (Jn 3,16).
Jesucristo ha venido para la gloria del Padre: “el que busca la gloria del que lo ha enviado, ese es veraz” (Jn 7,18) y no la recibe de este mundo: “La gloria no la recibo de los hombres.” (Jn 5,41), ni la pretende obtener como algo propio: “Pero yo no busco mi gloria” (Jn 8,50) sino sólo del Padre: “hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único” (Jn 1,14). Jesucristo no solamente busca en todo la gloria del Padre, sino que, por eso mismo, lo revela con su Presencia, además de sus palabras:
“Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto […] El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14,7.9).
Cristo es fiel imagen del Padre. Al contemplarlo a Él vemos al Padre, al mirar las obras de Cristo descubrimos el Amor del Padre. Es lo mismo que, análogamente, nos propone y nos invita a vivir Jesús a nosotros, como hijos de Dios, cuando nos dice que somos luz para el mundo, “Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos.” (Mt 5,16). El mundo ve nuestras obras, pero, si está bien dispuesto, no nos glorifica a nosotros, sino a nuestro Padre.
En el compendio al que ya hicimos referencia, San Juan denomina a esta segunda tentación “concupiscencia de los ojos” (1 Jn 2,16). Y guarda obvia relación con lo que Eva contempla en el Árbol, tal como lo señalamos también citando a Santo Tomás. La Mujer lo descubre como “agradable a la vista” (Gn 3,6). Ya no se trata simplemente del deleite que produce alimentarse con sus frutos, sino de observar su belleza, el agradable descanso de la vista en él. Ello produce una saciedad en el alma, de un orden superior a la meramente corporal, más propia de la primera tentación. Y nuevamente la tentación procede con sutileza, porque ni la hermosura es mala, ni lo es contemplarla y extasiarse en ella. El problema radica en hacerlo al margen de Dios, como de manera tan sublime lo señaló San Agustín en aquel párrafo memorable:
“¡Tarde te amé, ¡Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste.”[15]
Es la búsqueda de las creaturas para saciar un deseo del alma que sólo puede y debe saciarse en Dios. Y no se trata simplemente de admirar de forma indebida las cosas creadas, sino de pretender la admiración del mundo para con uno mismo. Tal aspecto de la tentación admite una gran pluralidad de concreciones, de matices y de consecuencias. Los fariseos, por ejemplo, le piden señales prodigiosas a Jesucristo, como prueba de la veracidad de su palabra y de la misión que lleva a cabo en el mundo:
“Entonces le interpelaron algunos escribas y fariseos: «Maestro, queremos ver una señal hecha por ti.» Mas él les respondió: «¡Generación malvada y adúltera! Una señal pide, y no se le dará otra señal que la señal del profeta Jonás. Porque de la misma manera que Jonás estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así también el Hijo del hombre estará en el seno de la tierra tres días y tres noches.” (Mt 12,38-40)
Sus propios parientes le aconsejan a Cristo “mostrarse al mundo”, hacer prodigios para obtener el reconocimiento de las multitudes:
“Sal de aquí y vete a Judea, para que también tus discípulos vean las obras que haces, pues nadie actúa en secreto cuando quiere ser conocido. Si haces estas cosas, muéstrate al mundo.” (Jn 7,3-4)
Por el contrario, el Evangelio atestigua como, en varias ocasiones y expresamente, Jesús prohíbe difundir la noticia de los milagros realizados por Él, puesto que podría confundirse el sentido de su mesianismo. Pero Jesucristo mismo ha denunciado cómo el fariseísmo sucumbe a esta tentación, bajo la forma de hipocresía, de doblez, de apariencia de piedad y de bien:
“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros, por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de hipocresía y de iniquidad.” (Mt 23,27-28)
Es una tentación que define, tristemente, las actitudes de muchos, de quienes “hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres” (Mt 23,5). Para ser vistos, para recibir la aprobación del mundo, para agradar, al margen de la verdad y del bien. La mirada es signo de conformidad, de aceptación, de reconocimiento. Y así se pervierten hasta las prácticas más nobles, cosa que Jesucristo denuncia también al condenar la hipocresía farisaica.
“Y cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que gustan de orar en las sinagogas y en las esquinas de las plazas bien plantados para ser vistos de los hombres; en verdad os digo que ya reciben su paga.” (Mt 6,5)
“Cuando ayunéis, no pongáis cara triste, como los hipócritas, que desfiguran su rostro para que los hombres vean que ayunan; en verdad os digo que ya reciben su paga.” (Mt 6,16)
Ser vistos, ser glorificados por los hombres, recibir la recompensa del mundo, la retribución que se proporciona en el tiempo, rechazando así la que proviene de la eternidad. “Ya tienen su recompensa”, es una expresión muy dramática. Si ya la tienen, no tendrán otra. Prefirieron la creatura al Creador, pero la creatura jamás puede saciar el corazón, creado por Dios para ser saciado sólo por Él. El placer efímero que da el mundo se extingue pronto y su luz brilla por muy poco tiempo. La búsqueda de esa recompensa temporal pone obstáculo a la Esperanza verdadera.
Y ello asume formas a veces muy sutiles, en gran medida coincidentes en priorizar lo que se ve y despreciar la intimidad con Dios; lo que el mundo ve y no lo que Dios ve. En alentar lo extraordinario y menospreciar lo cotidiano, en imitar las convicciones y pautas del mundo, dejando de lado la Fe y los caminos de Dios.
Por el contrario, “Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará” dice Jesús. Tu Padre, Dios mismo, es tu recompensa, enseñaba el Padre Horacio Bojorge, leyendo con mayor detalle esa expresión del Señor. Porque Dios no retribuye como lo hacen los hombres y su retribución excede infinitamente lo que merecemos, porque es Él mismo quien se da, quien habita en nuestros corazones, a quien por toda la eternidad contemplaremos extasiados.
Muchos ejemplos podrían citarse recurriendo al Evangelio. Uno de ellos, de particular relieve, tiene lugar luego de la multiplicación de los panes. Después de haber saciado a la multitud, San Juan alude al intento de apoderarse de Cristo para hacerlo rey. En cambio, Jesús sale de allí y busca la soledad:
“Al ver la gente la señal que había realizado, decía: «Este es verdaderamente el profeta que iba a venir al mundo.» Dándose cuenta Jesús de que intentaban venir a tomarlo por la fuerza para hacerlo rey, huyó de nuevo al monte él solo.” (Jn 6,14-15)
Y poco después, el Señor explicita el sentido del acontecimiento:
“Jesús les respondió: «En verdad, en verdad os digo: vosotros me buscáis, no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido de los panes y os habéis saciado. Obrad, no por el alimento perecedero, sino por el alimento que permanece para vida eterna, el que os dará el Hijo del hombre, porque a éste es a quien el Padre, Dios, ha marcado con su sello.»” (Jn 6,26-27)
No vieron “signos” significa que no fueron capaces de trascender al significado de lo que Jesús había hecho, al multiplicar los panes. Es verdad que aquí se conjugan, en cierta forma, las dos primeras tentaciones. El pueblo que busca a Cristo sólo para saciar su hambre física (por eso no es capaz de ver el signo como signo) y la vanagloria o reconocimiento indebido que se le tributa y que Jesús rechaza yéndose solo a la montaña.
El obrar cristiano, que se sigue del ser cristiano, no se orienta como punto final a saciar el hambre de la tierra sino a recibir, de Dios, el Pan del Cielo y, definitivamente, la Vida Eterna. No porque el pan de la tierra sea malo –como ya lo señalamos en la primera tentación– sino porque el fin del camino en este mundo no termina aquí, sino en la Patria Celestial. Porque hacia allí se debe orientar todo, a ese fin, a esa plenitud, a esa realidad definitiva se deben ordenar todas las cosas.
[1] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, Q. 41, art. 4.
[2] S. Tomás de Aquino, Catena Áurea, Lc 4,9-13.
[3] L. Castellani, Cristo y los fariseos, p. 5.
[4] El P. Horacio Bojorge desarrolla el tema bíblico de las oposiciones entre ungidos en H. Bojorge, Mujer, ¿por qué lloras? Gozo y tristezas del creyente en la civilización de la acedia, p. 105 ss.
[5] Cfr. 1 Cor 1 y el versículo final de ese primer capítulo como resumen positivo: “El que se gloríe, gloríese en el Señor.” (v. 31).
[6] La expresión “en su interior”, en griego “pros eauton” debería traducirse mejor por “para sí” denotando no solamente la interioridad sino la referencia a sí mismo. El fariseo se autoglorifica por el cumplimiento de lo prescripto.
[7] J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 62.
[8] J. Milton, El Paraíso perdido, Libro II (p. 153).
[9] G. K. Chesterton, Ortodoxia, cap. VIII (p. 163).
[10] Enseña Santo Tomás que los demonios “no conocían con certeza que Cristo era el Hijo de Dios”, aunque por los efectos y sólo en la medida en que Cristo quiso, pudieron conjeturar algunos aspectos relacionados con ese misterio. Cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, Q. 41, art. 1, ad 1.
[11] Comentando las tentaciones de Cristo en el desierto, Benedicto XVI hacía notar esta relación entre la frase de Pedro, la tentación de Satanás y el acontecimiento en el Calvario. Cfr. J. Ratzinger, Jesús de Nazaret, p. 67-68.
[12] En Hch 3,12-26, San Pedro explica este misterio, mostrando la ignorancia (ciertamente culpable) de la dirigencia religiosa de Israel al dar muerte a Cristo y cómo, sin que ellos lo supieran, y contrariamente a lo que pretendían, se cumplieron las profecías que anunciaban la Pasión.
[13] Cfr. H. Bojorge, Anuncio del Sermón de la Montaña, p. 36 – 39.
[14] El principio que Cristo enuncia se refiere al matrimonio, tal como fue desde el comienzo. Pero es un principio más general aún. Y el demonio obra en contra de Dios, separando lo que Él unió, o uniendo lo que Dios separó (cfr. 1 Cor 10,20-21; 2 Cor 6,14-16; cfr. Gn 1,4) y seduciendo a los hombres para que obren también así.
[15] S. Agustín, Confesiones, Lib. X, 27.
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