HIJOS DE DIOS EN EL DESIERTO (Hoy) [8 de 11]

LAS TENTACIONES DE CRISTO EN EL COMBATE CRISTIANO R.P. MIGUEL ÁNGEL COMANDI Pbro.

Capítulo Séptimo

EL MONTE ELEVADO

Todavía lo lleva consigo el diablo a un monte muy alto, le muestra todos los reinos del mundo y su gloria, y le dice: Todo esto te daré si postrándote me adoras. Le dice entonces Jesús: Apártate, Satanás, porque está escrito: Al Señor tu Dios adorarás, y sólo a él darás culto.(Mt 4,8-10)

          Ha fracasado nuevamente la tentativa del Demonio. Jesús ha respondido con las palabras de la Escritura cortando así todo diálogo y el Tentador lo lleva entonces al plano más elevado y a la tentación más grave, que está en el origen de todo mal: la soberbia. San Juan llama precisamente así a esta tercera tentación: “soberbia de la vida” (1 Jn 2,16). El escenario cambia por completo y hasta parece adquirir proporciones misteriosas, más allá de geografías y de tiempos, casi como abarcándolos todos. El evangelio nos enfrenta a la contemplación universal, de los reinos, las glorias y los poderes del mundo.

Hemos observado una progresión en las dos primeras tentaciones que acechan al cristiano durante su combate en este mundo. En la primera, la debilidad de la carne, que lleva al hombre a considerar los bienes materiales o corporales con prescindencia de Dios, al margen del Padre celestial, cediendo así a una visión naturalista. Pero los anhelos humanos no pueden evadir el ámbito espiritual y, por ello, en la segunda tentación el demonio sugiere buscar la propia gloria, el reconocimiento del mundo, bajo las apariencias de religiosidad y, también por ello, al margen del Padre. El Tentador pretende que el hijo de Dios se glorifique a sí mismo, que desee solamente la aprobación del mundo, que use mal de su vínculo con el Padre. Con estas dos tentaciones, decíamos, se combate la fe y la esperanza que debe caracterizar a los hijos de Dios.

Pero la tercera tentación que nos asedia es la más espiritual, la corrupción más directa y más profunda de lo más noble que el hombre puede tener: la Caridad. Es verdad que en la primera tentación el horizonte sobrenatural quedaba relegado a un segundo plano, o directamente olvidado o reemplazado por las cosas de la tierra, pero se trataba de un ataque más bien indirecto: las preocupaciones de este mundo adquirían tales dimensiones que trataban de ocupar todo el corazón del hombre. En la segunda sucedía algo similar, pero en un orden superior, en lo que es más propio del alma, usando mal de los bienes divinos, puestos al servicio de la autoglorificación. Ya se trata, como hemos visto, de un deseo más hondo, más radical y más elevado. En ambas tentaciones el demonio empleaba la expresión “si eres hijo de Dios”. En la tercera, en cambio, esa denominación ha desaparecido; de ningún modo puede aplicarse, porque el Demonio propone precisamente una separación total, una desvinculación absoluta y directa con respecto al Padre, para que, a su vez, el hombre quede vinculado al Demonio, sucedáneo fatídico y caricatura grotesca del Padre, denominado, no por casualidad, “Padre de la Mentira” (Jn 8,44).[1]

Santo Tomás, exponiendo el modo en que el Demonio aspiró a ser como Dios, hace dos afirmaciones importantes que pueden ayudarnos a entender la gravedad de esta tentación. La primera es que pretendió una cierta semejanza en cuanto que quiso alcanzar la bienaventuranza no por la gracia sino por la naturaleza, es decir, por las propias fuerzas. Y la bienaventuranza por naturaleza es algo propio y exclusivo de Dios. La segunda, que se sigue de la primera, es que pretendió “un cierto principado sobre los demás seres”.[2] Todo esto se refleja en la tercera tentación que presenta San Mateo (segunda en el orden de San Lucas) donde el Demonio aparece como ocupando ese lugar preeminente y teniendo poder para dar el dominio del mundo a quienes lo adoren.

El Evangelista, sin precisar el sitio concreto, señala como ámbito de esta tercera tentación “un monte muy alto” (Mt 4,8). Con ello –y como los comentaristas de este pasaje han puesto de manifiesto desde antiguo– se puede ver también la progresividad: primero el desierto, luego la altura de Jerusalén y del Pináculo del Templo y, finalmente, la máxima altura del Monte. San Lucas alude también a un ámbito elevado que, sin excluir una posición topográfica concreta, es excedida por el tipo de visión que allí tiene lugar. Dicha posición no implica una contemplación directa y ocular de la totalidad de los reinos del mundo. Lo que sí interesa acentuar es el sentido de la visión, más que el modo concreto en que se produce o la localización real del hecho. San Mateo aludirá nuevamente a un monte elevado para referirse a la Transfiguración del Señor.[3] Allí le será mostrada a Pedro, Santiago y Juan, la gloria de Jesucristo. Y San Juan, en el Apocalipsis, será llevado también a un monte muy alto para contemplar, no ya las glorias vanas de este mundo sino la Jerusalén Celestial.[4]

El episodio se abre con la acción del Demonio conduciendo a Cristo hacia el lugar que ha elegido para tentarlo. Ello no implica debilidad alguna en Cristo sino, veladamente, el drama entre el Espíritu de Dios y el espíritu del mal. Hay una permisión de Dios para que el Tentador lleve a Jesús hacia lo alto. Un misterioso dejar actuar al poder de las Tinieblas. Que ciertamente no implica un poder real sobre Cristo, sino la propia entrega de Jesús por amor al Padre. El Señor aludirá a este misterio, tiempo después, en el contexto de su Pasión, diciendo que “esta es vuestra hora y el poder de las tinieblas” (Lc 22,53). Y en San Juan les dice a los apóstoles:

Ya no hablaré muchas cosas con vosotros, porque llega el Príncipe de este mundo. En mí no tiene ningún poder; pero ha de saber el mundo que amo al Padre y que obro según el Padre me ha ordenado.” (Jn 14,30-31).

Si comparamos este texto con el acontecimiento de las tentaciones, podemos ver cómo lo que Jesús realiza allí está motivado en el amor al Padre: nuevamente, la condición filial resplandece.

La tercera tentación muestra de modo germinal el dinamismo de la Pasión, ya desde Getsemaní, donde Jesús se postra ante el Padre (Lc 22,41-42; Mc 14,35-36; Mt 26,39) contradiciendo lo que el Tentador le sugiere aquí: postrarse ante él, adorar al Demonio, triunfar gracias a los poderes del mundo. El Reinado de Cristo no proviene del mundo (Jn 18,36) no tiene allí su fundamento, no se construye desde los poderes de la tierra ni mucho menos a partir de las falsas aunque aparentes glorias. Él domina la creación entera; los reinos que el Tentador le presenta no son nada ante Él; las glorias del mundo son meras sombras ante la Gloria del Creador.

Esta perspectiva es válida, análogamente, para los hijos de Dios, frente a las tentaciones del poder y de la gloria mundana. Los hijos de Dios deben advertir lo glorioso de su propia condición, no por sí mismos, obviamente, sino por donación amorosa del Padre. A menudo no se dan cuenta de la grandeza que significa serlo y miran con envidia los precarios esplendores que proporciona el mundo.

Nuevamente, en la parábola del Sembrador, parece haber una referencia también a esta tentación culminante, reflejada en el tercer tipo de suelo en que la semilla cae:

El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero las preocupaciones del mundo y la seducción de las riquezas ahogan la Palabra, y queda sin fruto.” (Mt 13,22)

Las riquezas representan mucho más que una determinada cantidad de dinero. Es el “Otro Señor” al que Jesús hacía alusión al contraponerlo al verdadero Dios (Mt 6,24). No se puede servir a ambos, la exclusión es total. Y en esta tercera tentación, el Demonio pretende ser servido, ser adorado. Aquellas riquezas lo representan, en definitiva, a Él, pero de manera seductora, atrayente, con falso brillo. No es casual que San Pablo diga que “la codicia es una idolatría” (Col 3,5) o que “el afán de dinero es la raíz de todos los males” (1 Tim 6,10).

El Demonio se muestra como una grotesca imitación de lo divino, puesto que pretende ocupar el lugar de Dios. El dominio, el poder y la gloria le pertenecen a Dios (Ap 4,11) y se dan en Cristo, el Cordero degollado, en especial a causa de su Pasión (Ap 5,12; Flp 2). En el Antiguo Testamento tenemos una singular expresión en el Salmo segundo, donde también allí aparece el tema del dominio que El Señor confiere a título de herencia –por lo tanto, vinculado a la condición filial– y en un contexto de conflicto porque las naciones amenazan al Ungido y se levantan contra Dios.

te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra.” (Sal 2,8).

Otro pasaje clásico aparece en el libro de Daniel, referido al Hijo del hombre, con resonancias en el Apocalipsis:

A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás.” (Dan 7,14).

El Demonio muestra y promete dar la gloria y el poder del mundo, de manera inmediata y efectiva. Resuena aquí, fugazmente y como contrapartida absoluta, la acción divina que muestra y promete la tierra a Abraham:

Dijo Dios a Abram, después que Lot se separó de él: Alza tus ojos y mira desde el lugar en donde estás hacia el norte, el mediodía, el oriente y el poniente. Pues bien, toda la tierra que ves te la daré a ti ya tu descendencia por siempre.” (Gn 13,14-15)[5]

El Santo Patriarca contempla y recibe la tierra por gracia, como un don divino, no por conquista ni por fuerzas, convicciones o planes meramente humanos. Conviene recordar que esa Tierra se ordena también a la condición filial: en ella vivirán y de allí obtendrán el alimento los “hijos de la promesa”, que adelantan en el Antiguo Testamento, a “los hijos del Padre celestial” en el Nuevo. Por eso, tierra y descendencia están relacionados. En la segunda bienaventuranza Jesucristo afirma este rasgo tan propio de la condición filial, que Él vive en plenitud:

Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia [kleronomesousin] la tierra.” (Mt 5,4).[6]

Con frecuencia, en las Escrituras, el acto de “dar” se atribuye a Dios como sujeto y alude a una acción divina. Dios es quien da la Tierra en posesión a su pueblo, porque a Él le pertenece. Él da la victoria sobre enemigos poderosos, Él da de comer a su pueblo como se alimenta a un niño pequeño que no puede procurarse el sustento por sí mismo.[7] Jesucristo da su propio Cuerpo y Sangre en la Eucaristía como alimento de Vida eterna. El Padre celestial “dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan” (Lc 11,13) será dado en nombre de Jesucristo (Jn 14,26) y el mismo Jesucristo también lo da: “Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo.” (Jn 20,22).

Pero, además del “dar” está el “mostrar”, el hacer ver. Hay una propuesta “contemplativa”, el acto más elevado del hombre, viciado aquí por obra del Tentador. El Demonio pretende usar de lo más noble, y pervertirlo. La perversión de lo contemplativo es la peor de todas, por lo que significa en sí mismo y por la sutileza que implica. Es el Demonio quien muestra, quien direcciona la mirada, quien pretende saciarla. Y en esto también hay un intento de usurpación de lo que sólo a Dios corresponde. La vida contemplativa, tal como enseña la tradición cristiana y, en ella, especialmente Santo Tomás, consiste en la consideración de la verdad en sí misma; y lo que define esa vida es, principalmente, la verdad divina.[8] Y toda verdad, además de la verdad divina, en cuanto ordenada a ella. Por el contrario, el Demonio dirige la mirada hacia los reinos del mundo y sus glorias, al margen de Dios, al margen de la Verdad, queriendo centrarnos en las apariencias, en lo que no dura, en lo que tan pronto perece. Y, como resonancia de las anteriores tentaciones, dejar de lado lo único verdaderamente importante, desplazar a Dios y reemplazarlo por la creatura.

El discurso del Tentador es más prolongado y complejo que en las dos ocasiones previas. No hace una simple sugerencia ni expresa un imperativo, sino que ofrece ciertas razones que fundan su propuesta. Invita y promete algo muy grande y atractivo, aduciendo pruebas que parecieran legitimar su propio dominio. Inicialmente sorprende el motivo por el que Satanás se atribuye la posibilidad de dar esa gloria y ese poder mundano a quien él lo desee. El texto lo señala: “me ha sido entregada” dice el Demonio con respecto a lo que promete darle a Cristo.[9] Según esto, los poderes le pertenecen no por derecho propio sino a causa de una donación o, al menos, de una permisión. En el libro del Apocalipsis, refiriéndose a la Bestia del mar, San Juan expone este misterio, ciertamente paradójico:

Se le concedió hacer la guerra a los santos y vencerlos; se le concedió poderío sobre toda raza, pueblo, lengua y nación. Y la adorarán todos los habitantes de la tierra cuyo nombre no está inscrito, desde la creación del mundo, en el libro de la vida del Cordero degollado.” (Ap 13,7-8).

La concesión de estos poderes están atribuidos al Dragón (Ap 13,2), pero en el v. 7 –recién transcripto– la referencia parece aludir a que es Dios quien permite, en sus planes providenciales, que tales poderes se ejerzan, al menos por un tiempo, que es el tiempo de purificación de la Iglesia, el tiempo de su combate en este mundo.[10] Con razón se ha señalado el vínculo entre el pasaje del Apocalipsis y la tercera tentación, tanto por ese enigmático pero nefasto poder del mal, como por la adoración universal del Demonio, a excepción del caso de los elegidos, que no lo adoran, que no le rinden culto, que se resisten a postrarse ante él.

Además, se ha visto, también aquí, una perversa imitación de la Trinidad. En el cap. 13 del mismo libro, aparece el Dragón confiriendo poderes y glorias; la Bestia del Mar recibiéndolos, blasfemando y actuando contra los santos, herida por la espada pero habiendo revivido (Ap 13,14) como una torcida semejanza del “Cordero degollado pero de pie” (Ap 5,6; 14,1); y, en tercer lugar, la Bestia de la Tierra, semejante a un cordero pero con el hablar de la serpiente (Ap 13,11) realizando señales de fuego, animando la imagen de la Bestia precedente, marcando a los impíos en la mano y en la frente, y como seductor de las naciones.[11]

La tercera tentación adquiere, por ende, rasgos apocalípticos, poniendo el conflicto en términos de una acentuada universalidad y mostrando que la pretensión del Demonio, al perseguir a la Iglesia, se dirige contra Cristo, y más precisamente contra el carácter esponsal aludido en el Apocalipsis al describir las “bodas del Cordero”. Como lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica, toda la Sagrada Escritura se encuentra enmarcada en una gran inclusión, entre dos “bodas”: la de nuestros primeros Padres al comienzo y las del Cordero en la consumación de los tiempos.[12] Y el Demonio detesta sobremanera el Amor de Dios y los vínculos que este Amor engendra.

En la primera tentación se buscaba deslindar o diluir como innecesario el horizonte sobrenatural y, por ello mismo, quitar el fin de la auténtica adoración, puesto que la adoración ordena la vida hacia lo que se adora. En la segunda, poner la religión al servicio de la propia gloria, relativizando la Palabra de Dios y buscando la recompensa del mundo. Ahora se ve, en esta tercera tentación, cómo el Demonio se erige en el lugar de Dios, prometiendo el dominio del mundo a quienes lo adoren y quebrantando por completo el orden de la Caridad.

Quitado el horizonte sobrenatural, debe vivirse solamente para el mundo, pero hacerlo al margen de Dios, implica necesariamente la adoración del Demonio, príncipe ilegítimo y perverso, con poderes reales, pero definitivamente efímeros. La idolatría esconde un profundo drama, puesto que adorando a una creatura como si fuera Dios, sólo de la creatura se puede esperar recompensa y, por lo tanto, toda esperanza se vuelve caducidad tenebrosa, todo poder y gloria se convierte en vanidad, vacía e insustancial. El naturalismo de la primera tentación, agravado en el relativismo religioso de la segunda, termina en la idolátrica apostasía de la tercera. Así, recordemos como en las dos primeras tentaciones se desvirtuaba más bien el sentido de la fe y de la esperanza, y aquí se pervierte el de la Caridad. Obviamente que no se trata de dimensiones excluyentes, sino de ciertos acentos teológicos que parecen definir puntos capitales de cada tentación.

El Tentador promete poder y gloria como premio a quienes le ofrezcan adoración. Hay, por ende, un acto de idolatría. Pero esa idolatría es, en realidad, la expresión de la apostasía y de la soberbia. Los profetas habían denunciado y fustigado incisivamente la idolatría en la que Israel cayera una y otra vez, y empleaban, en ocasiones, el vocabulario del adulterio, para referirse a tal impiedad. Porque el idólatra le entrega su amor a un falso dios, en vez de entregarse al Dios verdadero. Es verdad que la idolatría deforma el sentido y la expresión de la religión pero, en cierto aspecto implica también un desprecio por la Caridad, un quiebre de los vínculos salvíficos de la Alianza, tanto la Antigua como la Nueva. Aquí también nos encontramos con una “conversio ad creaturas” bajo la forma de idolatría –adorando al Demonio– cuyo centro esencial es la “aversio a Deo” bajo la forma de apostasía y, sobre todo, de soberbia. No es, por lo tanto, la mera adoración del demonio, sino el rechazo total a Dios, lo que está en el fondo de esta tentación y del pecado que de ella se sigue.

Queremos insistir aquí en la importancia que tiene el tema de la apostasía. Dice Santo Tomás que la apostasía de la fe “aparta totalmente al hombre de Dios”.[13] Procede en la línea de un “cambio de situación”, una desvinculación seguida de una nueva vinculación a otra realidad o modo de vida. Implica una separación, un apartarse, un alejamiento que, en la Revelación bíblica está relacionado con lo más esencial del hombre: su vínculo con Dios. Es “un estado de cosas de suma gravedad, que consiste en abandonar al Dios viviente una vez que se ha entregado uno a Él; en otras palabras, designa la apostasía de la fe”.[14] La apostasía radical de la tercera tentación no es primariamente la sujeción al Demonio, sino la desvinculación del hombre con respecto a Dios, luego de haber experimentado la gracia de ese vínculo salvífico y, por ende, de la Caridad. Implica así un desprecio al Amor del Padre y la corrupción más flagrante de la filialidad. Y este desprecio es fruto de la soberbia, por lo que Santo Tomás, al analizarla, dice que es el pecado más grave en cuanto a lo que es formal en todo pecado, es decir, la “aversión a Dios”:

por parte de la aversión, la soberbia posee la máxima gravedad, porque en otros pecados el hombre se aparta de Dios por ignorancia, por flaqueza o por el deseo de otro bien, pero en la soberbia se aparta de Dios porque no quiere someterse a Él o a su norma […] Y por ello el apartarse de Dios, que en otros pecados es como una consecuencia, es esencial a la soberbia, y es su acto principal.[15]

Y ello es hasta tal punto que suele considerarse a la soberbia, más que un pecado capital, como la “reina y madre de todos los vicios”, como lo señala San Gregorio y reafirma Santo Tomás. Por ello, cuando comenta las tentaciones de Cristo, comparándolas con lo sucedido en el Jardín de Edén, el Angélico destaca que lo propio de esta tercera tentación es precisamente la soberbia:

Finalmente llevó la tentación hasta la extrema soberbia, al decir: Seréis como dioses, conocedores del bien y del mal […] llevó la tentación a lo que ya no es propio de los varones espirituales, sino de los carnales, es decir, a desear las riquezas y la gloria del mundo hasta el desprecio de Dios. Y ésta es la razón de que, en las dos primeras tentaciones, dijese: «Si eres el Hijo de Dios»; pero sin decirlo en la tercera, que no puede convenir a los varones espirituales, que son hijos de Dios por adopción, como sí les conviene en las dos primeras.”[16]

Como lo hemos indicado más arriba, en el orden que presenta San Juan las tres concupiscencias del mundo, esta tercera tentación es la que se refiere a la “soberbia de la vida” (1 Jn 2,16). El término que emplea el Apóstol podría traducirse como “fanfarronería”, “jactancia” o “arrogancia”. En la carta de Santiago (4,16) el término se refiere “al modo de vida que se desentiende de la voluntad de Dios y que se manifiesta, ante todo, cuando se hacen planes grandiosos prescindiendo de Dios.” Y también lo significa en San Juan, donde esa “arrogancia del modo de vivir lleva la impronta de la manía de aparentar”.[17] Es, por lo tanto, una vida vacía, que pretende mostrarse poderosa y brillante, pero que, por vivirse al margen de Dios, en el fondo es sólo un resplandor insustancial. Esta expresión de San Juan incluye “tanto la vanidad arrogante de los poderosos como el hecho de que pongan su confianza y basen su seguridad en las posesiones materiales”.[18] Tal actitud se encuentra en el polo opuesto a la que caracteriza a Nuestro Señor, tal como lo indica la primera bienaventuranza: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos” (Mt 5,3).

La “pobreza de espíritu” en Jesucristo –y por extensión en los demás hijos de Dios– está puesta en relación con la entrega del Reino.[19] Ello no es casual, si lo comparamos con la dimensión opuesta en la que consiste esta tercera tentación, donde el Demonio promete también los reinos y poderes del mundo, pero no ya por la humildad de los hijos, sino por la sujeción que pretende a él mismo y que implica la desvinculación del Padre.

Jesucristo enseña con total claridad la imposibilidad de “servir a dos señores”, mostrando la irreconciliable disyuntiva. El Dinero, cuando se pone como fin, es incompatible con la condición de hijos de Dios:

Nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero.” (Mt 6,24).

Lo que el Demonio propone al hombre, al sugerirle que lo adore, es que se separe completamente de Dios: el fin es que la creatura le vuelva las espaldas al Creador para que el Tentador ocupe, en cierta manera, su lugar. Romper el vínculo filial (que los hijos de Dios no se sometan más al Padre ni lo sirvan) y, desde otra perspectiva, tal vez más explícita en esta última tentación, quebrar el vínculo esponsal, despreciando el Amor de Dios por la humanidad, puesto que se presenta bajo las oscuras formas de la idolatría, la apostasía y, definitivamente, de la soberbia.

El idólatra y apóstata, en el fondo, tiene el corazón estrecho, empequeñecido, degradado, puesto que considera que podrá saciarlo con bienes que le son inferiores: así se rebaja, se deshumaniza. Ha cambiado el bien divino por cosas pasajeras. Ha substituido la filialidad salvífica por otra filiación que lo condena. Todos los bienes del mundo, todos los poderes y las glorias, no sacian el corazón del hombre, hecho para Dios, con anhelos de infinito, de plenitud en la Verdad y en el Bien divino. Cifra toda esperanza en lo que jamás puede apaciguarlo. Vive sólo para lo cotidiano, para el instante, para lo perecedero. Ya no mira hacia lo Alto y su existencia se desdibuja, en medio de su sombrío esplendor. La tercera tentación, en cierta forma, las compendia todas. En ella aparece lo peor de cada una y en todas hay algo de esta última.

Dios, por boca de Jeremías, denunciaba la triste situación de Israel, aplicable a la humanidad que sucumbe al engaño del Demonio. Notemos la claridad con que ambos aspectos son señalados:

Doble mal ha hecho mi pueblo: a Mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen.” (Jer 2,13)

Esta expresión de Jeremías es magistral, de una abrumadora certeza y plena actualidad. El mundo es así, también el mundo que hoy nos rodea y nos afecta. Mundo que intenta construirse sucedáneos de Dios, que busca por todos los medios, explícitos o velados, reemplazarlo por la creatura, que erige constantemente ídolos, aunque ya no lo sean de madera y piedra. Se ha abandonado la Fuente de Agua Viva y la humanidad ya ni siquiera advierte que las cisternas que se ha construido están agrietadas, no sirven.

En este momento culminante del proceso de tentación el Demonio parece ocupar el trono de Dios; con las glorias y poderes mundanos se pretende sustituir lo que sólo a Dios le pertenece.

Hans Graf Huyn, al analizar la sombría realidad del hombre que pretende una total autonomía con respecto a Dios, hace una serie de apreciaciones al respecto y cita en su apoyo una idea de Ernst Jünger, quien afirmaba que “De los altares olvidados han hecho su morada los demonios[20]. Este paso definitivo sigue al abandono de Dios por parte de la creatura, que cae así en la vanidad y en la apostasía, expresada adorando al Demonio.

El olvido de los altares es el horizonte sin Dios, es el vacío de lo divino que hace sucumbir el corazón de los hombres, corazón que debía ser como un Templo consagrado a Dios y que se ha vuelto una ruina. Y en ese Templo desolado, que reclama la Presencia divina, es donde las fuerzas del mal comienzan a levantar la Ciudad del Mundo, fundada, al decir de San Agustín, en “el amor de sí hasta el desprecio de Dios[21]. Pero los elegidos lo advierten, porque el amor reconoce la presencia del amado[22] y los fieles, aman con adoración sólo a Dios, aunque ello signifique la pérdida de todas las cosas de este mundo. La Carta a los Hebreos subraya esta línea con elocuencia, diciendo de los justos:

faltos de todo, oprimidos y maltratados, ¡hombres de los que no era digno el mundo!” (Heb 11,37-38).

Y San Juan, en su primera Carta, exhorta a los cristianos acerca de este tema con notable precisión y máxima sencillez, quedando muy acentuada, nuevamente, la dimensión filial:

No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él.” (1 Jn 2,15).

Jesucristo, a la incitación del Tentador, responde otra vez con las Escrituras; recurre nuevamente al Libro del Deuteronomio:

Está escrito: Adorarás al Señor tu Dios y sólo a Él darás culto.” (Lc 4,8; cfr. Dt 6,13).

Cuando Jesús hable con la Samaritana le enseñará el sentido de la verdadera adoración, la gravedad del momento presente y la grandeza espiritual de quienes adoran a Dios de manera acorde con su divina voluntad:

Créeme, mujer, que llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero llega la hora, y ya estamos en ella, en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que lo adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.” (Jn 4,21-24).

El culto en el Templo se había corrompido al rechazar a Cristo. Ya los profetas, en el Antiguo Testamento, denunciaban las deformaciones del culto. Los hijos son los que adoran al Padre y lo hacen en el Espíritu y en la Verdad. Jesucristo es la Verdad:

Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida. Nadie va al Padre sino por mí.” (Jn 14,6).

Por lo tanto, la búsqueda de las glorias del mundo es un importante obstáculo en el orden del vínculo filial con el Padre de los Cielos. La gloria atrae el corazón de los hombres, los seduce, de a poco los va convirtiendo en hijos de este mundo, los separa del Padre. Es verdad que el Demonio pretende ocupar el lugar de Dios, como ya lo señalamos. Pero podríamos incluso afirmar, que lo que pretende es ocupar el lugar del Padre, pervirtiendo también de esa manera, la dimensión filial y, por ende, el Espíritu de los hijos. Si la adoración define la identidad del adorante, es natural que quienes adoran al Demonio no tengan el Espíritu del Hijo. Lo cual justifica plenamente la incisiva acusación de Jesús contra los fariseos:

Vosotros sois de vuestro padre el diablo y queréis cumplir los deseos de vuestro padre. Este era homicida desde el principio, y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira.” (Jn 8,44).

Enérgica expresión de Cristo, mostrando al Demonio como un “padre”, no de la verdad sino de la mentira, del engaño y de la muerte, como el progenitor de un linaje de perdición. Ese es el nefasto padre del que el fariseísmo procede, según las propias palabras de Jesús.[23] Así sucedió desde el comienzo, cuando nuestros primeros Padres cedieron a la tentación; desde que la Mujer vislumbrara y pretendiera su propia gloria al margen de la gloria debida sólo a Dios, prestando atención a las insinuaciones del Demonio (Gn 3,6) y desde que Adán abdicara de vigilar el jardín y de hacer respetar el mandamiento de Dios por condescender con su mujer.

La tercera tentación, entonces, se presenta como la distorsión de bienes supremos, del orden religioso y sobrenatural, de realidades que superan (sin excluir) las ambiciones o preocupaciones corporales, como sucedía en la primera o la vanagloria propia de la segunda. En las dos primeras, toda la naturaleza humana, cuerpo y alma, quedaba herida. La tercera incide en el aspecto más noble y elevado de todos: la relación con Dios, de modo mucho más directo. Por supuesto que es necesario aclarar que las tres pretenden, en última instancia, corromper el vínculo filial con Dios, porque en cualquiera de los casos, el mal uso o la orientación definitiva de la vida hacia las cosas de este mundo, constituye una falta, nos aparta de Dios, nos vuelve sus enemigos. Y que las tres tentaciones, en cierta manera, están conjugadas, no son meramente sucesivas sino que se van implicando recíprocamente. El Demonio busca corromper la vida teologal y todo el organismo virtuoso, que debe caracterizar a los hijos de Dios; pretende cortar, definitiva y totalmente, el vínculo con Dios.

La adoración de Dios es lo más opuesto a la impía actitud del Tentador. El Demonio, al prometerle al hombre poderes y glorias no se convierte tampoco aquí en humanista. Como ya hicimos referencia en páginas anteriores, detesta al hombre, porque detesta en él lo más noble que puede tener. Detesta un corazón que puede amar al Creador, que está hecho para adorarlo eternamente; detesta la inteligencia que busca la Verdad y la voluntad ordenada que descansa en el Bien. Como lo diagnosticara y expresara muy bien el Padre Horacio Bojorge, el Demonio, en su profunda acedia, detesta el gozo de la Caridad; los verdaderos adoradores le molestan, le obstaculizan su perverso reinado. El Tentador pretende que los hijos de Dios no gocen en el Padre celestial, que no se regocijen en Él, que la gloria divina sea entendida como un mal para el hombre. Que todo gozo y alegría tenga por único fundamento y fin –endeble y precario– lo mundano, lo terrenal, impidiendo así el gozo de lo divino en este mundo y la Vida Eterna en el venidero.

 

[1] Cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, Q. 41, art. 4.

[2] Cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, Q. 63, art. 3.

[3]Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.” (Mt 17,1).

[4]Me trasladó en espíritu a un monte grande y alto y me mostró la Ciudad Santa de Jerusalén, que bajaba del cielo, de junto a Dios, y tenía la gloria de Dios. Su resplandor era como el de una piedra muy preciosa, como jaspe cristalino.” (Ap 21,10-11).

[5] Ver también el caso de Moisés, en Dt 34.

[6] El verbo griego kleronomeo (poseer, heredar) es el que emplea también la versión de los LXX para traducir el hebreo najalá (heredad). Cfr. H. Balz; G. Schneider, Diccionario exegético del Nuevo Testamento, vol. I, col. 2344 – 2348. El comentario a la segunda bienaventuranza en H. Bojorge, Las Bienaventuranzas, p. 25 – 31.

[7]Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él y le daba de comer.” (Os 11,4)

[8]Como elemento principal pertenece la contemplación a la verdad divina, porque tal contemplación es el fin de toda la vida humana […] hay cuatro cosas que pertenecen, según un orden, a la vida contemplativa. En primer lugar, las virtudes morales; en segundo lugar, otros actos destinados a la contemplación; en tercer lugar, la contemplación de los efectos divinos, y en cuarto lugar, lo propiamente contemplativo, que es la contemplación misma de la verdad divina.” S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, Q. 180, a. 4.

[9] Para explicar esa expresión hay que tener en cuenta, además de las posibles interpretaciones en la línea de la permisión de Dios, que el demonio puede perfectamente haber mentido o, al menos, tomado una verdad parcial, deformándola para tentar.

[10] Cfr. S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I, Q. 64, art. 4.

[11] Cfr. J. Bonsirven, L´Apocalypse de Saint Jean, p. 221 ss. que desarrolla ampliamente estos temas y comparaciones.

[12] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1602.

[13] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II – II, Q. 12, art.1 y 2 ad 3.

[14] L. Coenen; E Beyreuther; H. Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, vol. I, p. 204.

[15] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, II – II, Q. 162, art. 6.

[16] S. Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, Q. 41, art. 4.

[17] L. Coenen; E Beyreuther; H. Bietenhard, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, vol. II, p. 669.

[18] R. Brown; J. Fitzmyer; R. Murphy (eds.), Nuevo Comentario Bíblico San Jerónimo, vol II (Nuevo Testamento), p. 597.

[19] Es muy significativa la relación entre esta bienaventuranza inicial y el himno de la Carta a los Filipenses. La “exaltación” de Cristo y el reconocimiento universal como Kyrios proviene de la humildad con la que, por amor al Padre, se sometió a la Pasión y a la muerte en cruz. “Por eso, Dios lo exaltó” (Fil 2,9) afirma allí San Pablo. Cfr. H. Bojorge, Las bienaventuranzas, p. 17 – 19.

[20] Cfr. H. Graf Huyn, Seréis como dioses, Cap. II, nº 9 (p. 47). La cita está tomada de E. Jünger, Hojas y piedras, obra publicada en 1934.

[21] S. Agustín, La Ciudad de Dios, Lib. XIV, cap. 28.

[22] Dice Jesucristo en el Evangelio de San Juan, refiriéndose a Él mismo como Buen Pastor: “va delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz. Pero no seguirán a un extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.” (Jn 10,4-5). También afirma San Juan en su primera Carta: “todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios” (1 Jn 4,7b).

[23] San Pablo también reacciona de manera contundente contra una concepción meramente carnal de la estirpe de Abraham: “Pues no todos los descendientes de Israel son Israel. Ni por ser descendientes de Abraham, son todos hijos. Sino que «por Isaac llevará tu nombre una descendencia»; es decir: no son hijos de Dios los hijos según la carne, sino que los hijos de la promesa se cuentan como descendencia.” (Rom 9,6-8).

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